#entropía | metaficción | Marimén Ayuso
Necesito más huevos, un poco de leche y tres patatas antes de calentar el aceite. Mientras me dirijo hacia la nevera, echo una mirada al salón dónde mis hermanas ya están sentadas ante el televisor. Esta noche es la gran final de un programa en el que concursan unos jóvenes para mostrar sus dotes como cantantes. Sólo uno es elegido entre todos, igual que yo he sido la elegida entre mis dos hermanas. Debo darme prisa, el aceite ya hierve. Acabo de cortar la última patata en láminas finas y con cuidado las deslizo del plato a la sartén. Antes de batir los huevos, los lavo a conciencia. Soy maniática en eso, no quiero ni recordar de dónde salen. Añado un chorrito de leche al bol y mientras espero a que se frían las patatas, me doy cuenta de que me he olvidado de las cebollas. No es la primera vez que me despisto, suele pasarme cuando veo que mi familia comparte una actividad de la que no puedo formar parte. Mis hermanas no me impiden integrarme, soy yo la que se distancia, porque tampoco ponen demasiado empeño en llamarme a su lado. Nunca han entendido cómo duele que ellas dos estén más unidas, como, por ejemplo, ahora cuando las veo sentadas muy juntas, cogidas de las manos, nerviosas por saber quién va a ser el ganador. Las contemplo. Ambas se parecen, el mismo pelo castaño, lacio hasta la cintura, el rostro ovalado y los dientes de conejito. Son el vivo reflejo de nuestro padre, yo tiendo más hacia mi madre. Tengo sus ojos turquesa, salpicados con dos motitas oscuras, la idéntica nariz respingona y el cabello a lo chico. Dicen que soy su versión bella y mucho más atractiva que mis hermanas.
A mí ese concurso me es indiferente, solo por eso me he ofrecido a preparar la cena esta noche. Nuestra madre trabaja hasta tarde y entre todas nos turnamos para ayudarla en las comidas. A solas me dice que no trabaje tanto y que les deje a ellas los platos para fregar o que me haga la despistada para que ellas se esfuercen más. Que yo ya tengo bastante con lo mío y que es de justicia ofrecerme alguna ventaja. Para equilibrar, me repite cansada, sin mucha convicción. Y yo no quiero que me «equilibren» así, yo quiero otro tipo de igualdad, otra manera de compensar lo que me falta. Excusarme de lavar los platos no me soluciona nada y no entiendo porque insiste en esta estupidez. Pero cada vez que le contesto cómo me siento, de hacerle ver lo que pasa dentro de mí, mi madre se entristece y se le humedecen los ojos. Entonces me siento muy culpable como si hubiera cometido una falta muy grave y acabo maldiciendo mi suerte por dentro, muy muy dentro de mí, para que ella no me escuche murmurar.
Ya he dicho que nunca me han gustado esos concursos musicales, más bien siento una amargura que me reseca la garganta cada vez que veo a mis hermanas correr hacia el televisor para no perderse el inicio. Lleno un vaso con agua del grifo y lo vació de un trago. Me muerdo los labios para que el dolor impida mis ganas de echarme a llorar. Es un truco que me funciona. Casi siempre. Hoy no.
Me seco las lágrimas con el dorso de la manga e intento olvidarme de la televisión, de mis hermanas a las que veo aplaudir al unísono. Me esfuerzo en dejar de pensar en el «equilibrio» de funciones y observo que las patatas están en su punto, casi puedo oír como crujen en el aceite hirviendo. Añado los huevos batidos y la tortilla empieza a adquirir una forma esponjosa, redonda, casi perfecta. Lástima haberme olvidado de las cebollas. Aun así, huele bien y distingo el aroma de los huevos al de las patatas. Tengo muy buen olfato, mucho mejor que mis hermanas, pero eso no es de extrañar. A los que nos falta un sentido, desarrollamos mejor los otros. «Cuestión de equilibrios». Yo, a diferencia de mis hermanas, detecto en seguida si se quema algo en el horno o si el baño apesta, porque va a llover al día siguiente. También soy mucho más observadora y me doy cuenta de los detalles que a mi madre se le pasan por alto. Como ocurrió hace tres años cuando una noche mi padre llegó del trabajo con el cuello de la camisa manchada de carmín. A la tercera vez, no pude callarme y avisé a mi madre de que algo no acababa de encajarme ya que ella nunca se pinta los labios. Luego todo cambió entre ellos y al cabo de unos meses se separaron. No sé si actué bien, en ocasiones me arrepiento de haber actuado como uno chivata. Una vez en una discusión con Miriam, la pequeña, me echó en cara que por mi culpa se había roto la familia. Quizás tenga razón y nunca debí decírselo, pero las personas no deberíamos vivir a lomos de ninguna mentira.
Le doy la vuelta a la tortilla. Ojalá pudiera hacer lo mismo conmigo. Ya casi está hecha, tiene buen aspecto y se me hace la boca agua. Tengo hambre, es tarde y creo que otra vez cenaremos sin mi madre. Descubrir la infidelidad de su marido le supuso más horas de trabajo y nuevas arrugas bajo los ojos. Tal vez sí hubiera sido mejor por mi parte obviar las camisas manchadas. Miro de nuevo a mis hermanas, Miriam, se mordisquea las uñas y Ana, la mayor, dice algo que las hace reír con las bocas muy abiertas. Sus dientes de conejillos me reviven la imagen de nuestro padre. Miriam, divertida, se recuesta contra el sofá. No sé qué le habrá dicho Ana, no le he podido leer los labios, está demasiado lejos de mí y, además, tampoco vocaliza lo suficiente para entenderla. Les he dicho mil veces que abran más la boca, que si no a mí las palabras se me escapan. Pocas veces me hacen caso y cuando suspiran o bostezan sin disimulo, deduzco que les resulto pesada y cargante si les pregunto de qué están hablando. Sin embargo, cuando están de humor o tienen paciencia para utilizar las manos me noto aliviada. Es como si dentro de mí se dispersara la oscuridad. En esos momentos cuando vocalizan y gesticulan me siento parte de ellas y como si el aire entrara de golpe, a bocajarro y expulsara mis angustias por el sumidero de los miedos.
De repente, ambas se levantan del sofá y no se les ocurre otra cosa que dar pequeños saltos mientras alzan los brazos en señal de victoria. Habrá ganado su favorito, el rubio del pelo rizado. No me alegro por él, ser el elegido no siempre es una buena noticia como, por ejemplo, mi caso. No gané, mi premio, mi lotería al revés, más bien resultó ser un castigo: elegida para vivir en un silencio perpetuo dónde los ruidos son solo imaginarios, ya que nunca me ha sido permitido percibirlos. Nací sorda y moriré así. Sin saber jamás cómo suena la voz del que acaba de ganar ni si la de mis hermanas se parecen entre ellas. Como tampoco pude escuchar las constantes discusiones entre mis padres a raíz del descubrimiento del carmín. Solo soy capaz de imaginarme el crujir de una patata y ni siquiera tengo la certeza de que ese sonido corresponda a la realidad. A veces me figuro como ruge el motor de un coche, el estornudo de un resfriado o el golpe de las olas cuando embisten contra las rocas. En cambio, nunca me he preguntado como es mi voz. Tampoco quiero saberlo, me angustia que pueda ser muy diferente a la de mis hermanas o a la del rubio ganador del concurso. Y eso que ambos vivimos en el mismo mundo, sólo que el suyo es sonoro, repleto de estribillos de canciones que ambas repiten a la vez y, en cambio, el mío está sumido en un silencio sombrío. Un silencio seco y cortante que sí puedo oír.
Coloco la tortilla en medio de la mesa del comedor. Miriam me vocaliza que ha ganado su favorito y, en seguida, vuelve la mirada hacia el televisor. Huelo las patatas, los huevos y ya no tengo hambre.

Marimén Ayuso (Barcelona)
Escritora, filóloga y traductora. Autora de La palabra en la Mano y La prostituta de la trescientos veinte. Ha escrito en la trilogía de relatos Mejor no te cuento, Fobos tiene la culpa y Porqué dijo amor cuando quería decir filia. Forma parte del grupo Bojador y del Club de Tertulias literarias. Ha publicado en las revistas Tusitala y Lacras.