#entropía | relato | Irene Marente
A orillas del Nilo, en la antigua ciudad dorada de Nubet, hace milenios se erigió el grandioso templo de Kom Ombo, templo doble por antonomasia, dedicado a Sobek, el caos, y Hroeris, el equilibrio. Ambos a izquierda y derecha del templo, enfrentados en una oposición complementaria, que, como el yin y el yang, forman una unidad. En Egipto, país dónde se encuentra este templo, viví una de las épocas más felices de mi vida y dónde comprendí la entropía. La palabra entropía tiene su origen etimológico en el griego y significa evolución o transformación. Con este nombre se bautizó a una magnitud física que mide el grado de equilibrio de un sistema termodinámico o, en otras palabras, su nivel de desorden.
Era la primera de tantas veces que viajaba a El Cairo, tendría unos 18 años y digamos que, aunque ya había viajado a otras partes de Europa y había hecho alguna visita relámpago a Marruecos por la cercanía de este país a España, aquel viaje a Egipto sería el que más marcaría cada una de las decisiones que tomaría desde entonces. Amé ese país, como amé su nivel de desorden, pues hay algo maravilloso en lo imprevisible que hace que el tiempo se estire como sucedía cuando éramos niños.
Durante las cerca de cinco horas que duraba el vuelo hacia El Cairo, la incógnita de lo que me esperaba tras el aterrizaje crecía y crecía, cuando quería ir al servicio del avión tenía que atravesar el humo denso e insano de la zona de fumadores que por aquel entonces se permitía en los aviones de Egyptair, pero no era lo único que tenía que sortear, pues los pasillos estaban llenos de gente, que incapaz de estar sentada en sus asientos, hablaba y gesticulaba de forma graciosa paseando por el pasillo del avión como si se tratase de los momentos de sobremesa de alguna boda. Éste fue mi primer contacto con el maravilloso pueblo egipcio y la primera vez que pude percibir su tendencia al caos. Pero aún quedaba tiempo para llegar, pues desde la ventanilla sólo podía observar el color azul y plateado del Mar Mediterráneo. Recuerdo que mi corazón palpitaba de emoción, pues desde pequeñita, solía fijarme en las primeras páginas de los libros de historia dejando mi imaginación volar hacia las momias, los sarcófagos y las pirámides. Era cuestión de días el por fin situarme a los pies de la gran pirámide de Giza y ver con mis propios ojos lo que tantas veces había observado a través de fotografías.
El color azul del Mar dio paso por fin al color ocre del desierto y el valle y delta del Nilo, pintado de verde y como si de una flor de loto se tratase, abriéndose paso a través del Sahara, llenándolo todo de vida. El gran regalo de éste río, Egipto, por fin estaba a miles de metros por debajo de mí.
De repente el piloto nos informó, con un acento característico en el que las des se convertían en eses y las erres bailaban más tiempo de lo normal, que quedaban veinte minutos para llegar al destino y que observásemos la tierra, porque en breve podríamos vislumbrar la gran ciudad de El Cairo. Allá en el horizonte pude verla, en su avance sobre las arenas del desierto, la gran urbe que sostenía unos setenta millones de personas por aquel entonces que se multiplicarían hasta unos cien en tan solo veinte años, la gran ciudad de una de las siete maravillas seguía desafiando a lo inexplicable, y las obras faraónicas del siglo XX permitían que la ciudad siguiera creciendo, acumulándolo todo en el espacio, cómo una atalaya en mitad de la nada.
Y por fin pisé la ciudad milenaria, y pude percibir la estimulante fragancia del polvo del desierto y del asfalto, la brisa cálida que precede a la noche y el indescriptible color naranja intenso del atardecer, fruto de la sangre del sol que se desangraba por las heridas de Apofis…decían los faraones.
Así comenzó, de repente y sin espera, de forma acelerada y sin descanso, desde la gran avenida de Salah Salem rumbo al corazón de El Cairo en Zamalek, el desorden ordenado de los coches ocupando de forma desorganizadamente organizada los huecos existentes, el lenguaje de sonidos del claxon y las miradas intensas y pícaras de los egipcios de los coches de al lado, luces de neón en las mezquitas, en los taxis y las tiendas, el asalto de los folletos de publicidad a través de las ventanillas y la gran vida de las calles. Por allá y por acá, “scalextrics” que suben y bajan y continúan al mismo nivel de las terrazas del tercer piso de cualquier edificio mugriento por las tormentas de arena y el monóxido de carbono de los tubos de escape multiplicados por millones de coches que noche y día viajan por las arterias de la ciudad, sin parar, encontrando siempre un hueco para avanzar, en su entropía natural tendiendo al desorden, siempre ordenado, de una ciudad que bombea vida, con un pulso incesante, llenando el vacío, cómo hace El Cairo con el desierto. Y es ese grado de entropía lo que hace que todo funcione. Los Ministerios se atestan de montones de papeles que se apilan sobre los escritorios, los viandantes pasean por la carretera porque las aceras tienen demasiados socavones, ampliar un visado en la Mugamma es cómo vivir las doce pruebas de Asterix y Obelix, tratando de encontrar la Forma A-38 en la Casa que Enloquece.
En tanto desconcierto hay algo que prevalece, antes y después de que el mundo empezase a mirar a lo musulmán con cierto recelo, antes y después de que el país se levantase en revolución y volviese a caer en resignación, una sociedad, que, aunque caótica y pobre, goza de una salud social que poco o nada debiese envidiar a otros lugares más ordenados y ricos, y en su propio nivel de entropía, evoluciona y funciona, según su propia ley. Diría yo que el caos y el equilibrio reinan como si se tratase de Sobek y Haroeris en su palacio compartido, en una dualidad necesaria en el que uno no es nada sin el otro. Y si la entropía es pues caos y equilibrio en el fluir de una ley natural que rige el comportamiento del macrocosmos y microcosmos, estos opuestos siguen bailando complementados en el latir de un país que pese al desierto y los embistes macroeconómicos, sigue conservando la sonrisa mientras navega hacia el futuro.


Irene Marente trabaja en la Universidad Politécnica de Catalunya, ha sido investigadora y guía turística en Alemania, Ingeniera Forestal y guía de buceo en Egipto, amante de la historia y la música, de los comienzos y del desierto. Le fascina la biografía de Richard Francis Burton.