Cuatro versiones del resonar

Por Franco Chiaravalloti

 

Ecos

El ladrido manó de las fauces del perro atado a un poste, voló hacia la copa del árbol, sacudió algunas hojas secas que cayeron dibujando eses en el aire, se proyectó hacia la noche brumosa, rebotó en un cartel publicitario, hizo temblar por unos segundos el cableado eléctrico, zigzagueó por entre un semáforo y una señal de contradirección, atravesó rasante unos charcos dejados por la lluvia de la noche anterior, ascendió por la calle Numancia, giró por Centenera, Calderón, hasta que se detuvo en el número treinta y cuatro. Simuló vacilar, se contoneó por el cerco de la casa, pero finalmente penetró en la rendija de la ventana del salón. Allí dentro se sumergió en los oídos de Laura, que estaba acurrucada en el extremo del sofá. El ladrido estremeció sus labios pintados, corrió aún más el rimmel que ya estaba corrido, hizo flamear los flecos de su vestido burdeos y le llegó hasta las uñas de los pies, pintadas de rosa tímido. Laura apretó fuerte los ojos, durante dos o tres segundos vio una habitación con flores de papel en las paredes, la luz apagada, sus trenzas bañadas de luz de luna, ella encerrada sin cenar, el osito Miguel estrujado contra su pecho, y otra ventana entreabierta que dejaba pasar un ladrido, el mismo ladrido, que le recordaba a Laura que veinte años después seguía siendo la misma persona.

 

Golpes

Extasiados, saltando, sudados, cuerpos pegados, luces que penetran iris, latidos que erupcionan de gigantes altavoces, la carpa abraza y abrasa a la multitud, la aguja salta de surco en surco, el dj arenga a la masa cual sacerdote, la percusión choca en tímpanos, iphones, sombreros de guardias de seguridad, nada se detiene, nunca, el mundo salta y el ruido embota cada oído, licúa gritos, todos los ruidos del mundo eyaculan desbocados.

Y de repente, a lo lejos, unos labios pronuncian tu nombre.

Y el mundo se detiene.

Y todo se hace silencio.

 

Palabras

El viejo harapiento entró en el bar en el que Boris bebía su aguardiente. Se acercó, lo miró fijamente a los ojos y le habló con el índice levantado:

–Te queda un año de vida. Solo un año.

Rio, se giró y desapareció por donde había entrado.

Del otro lado de la barra, el dueño del bar buscó tranquilizarlo:

–Es un loco, no le haga caso– le dijo, y también rio.

Hoy se cumple un año de ese episodio. Durante ese tiempo, por supuesto, ignoró esas palabras absurdas y necias. Boris se levanta, se prepara el desayuno y, como en los últimos doce meses, ruega a dios volver a ver un día soleado. Sin embargo, nuevamente y al igual que en los últimos trescientos sesenta y cinco días, está cubierto de espesas nubes grises.

Boris se muerde le labio inferior, regresa a la cama y se entrega a su destino.

 

Silencios

Kartuska es quizás la calle menos conocida de Gdansk. Muchas cosas no tiene y muchas otras sí. No tiene salida. No tiene tiendas. No tiene aceras. Ni siquiera un cartel que indique que se llama Kartuska. Pero muchas otras cosas sí tiene: tiene sesenta metros de longitud, un cartel en la entrada que indica que es contradirección, el pavimento levantado y sólo un edificio con sólo un balcón. Allí, en ese único balcón de ese único edificio, Gustaw Rutkowski se bebe una manzanilla aguachenta mientras balancea la pierna izquierda sobre la derecha. Estira el cuello Gustaw, mira el asfalto desde esos veinte metros de altura –gris el asfalto– y cree que es hierba eso verde que brota entre las grietas. Por la entrada a la calle divisa, lejanas, unas formas blanquecinas. Se incorpora con la misma velocidad que las rajaduras ramificándose en la pared. Unos huesos crujen. Entra en la habitación ya vacía, sólo queda la cama, el colchón y un olor a amoníaco. Se gira hacia la cocina, abre la nevera desenchufada. El frío de la superficie le devuelve aquel punzante dolor en los dedos. Un guiso de arroz de quién sabe cuándo, medio limón seco, una botella vacía de vodka, dos huevos. Un solo edificio. Se dirige al salón, el suelo de azulejos está igual de levantado que el asfalto allí fuera. Camina por encima y suena como xilofón. Reclina la espalda sobre la pared descascarada e intenta recordar. Frente a sí tiene veinte metros cuadrados para recordar. Pero ahora Gustaw sólo es capaz de recordar de la misma manera que se estruja un paño viejo. El paño está seco, se deshilacha. Un solo edificio, un solo piso habitado. Gustaw Rutkowski deja caer sus caderas enclenques contra la única silla de la casa. Ya sin pensar, ya sin estrujar. En la nevera, mientras, el musgo se entromete entre los granos de arroz. Bajo la cáscara de uno de los huevos, un par de enzimas devoran la yema. El amoníaco penetra los poros del suelo de la habitación. La rajadura del balcón se extiende medio milímetro. Y allí fuera, sobre las grietas verdosas de Kartuska –la calle menos conocida de Gdansk– dos hombres de blanco golpean la puerta de entrada. No importa ya lo que tenga o no Kartuska, porque pronto no quedará cama, colchón ni amoníaco. No quedará Gustaw, musgo ni paño estrujado. Ni una grieta, ni el recuerdo, ni siquiera estas letras apáticas, ni nadie que siga contando esta historia sin salida.

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