El sonido que surgió del infierno

Por Enric DeSombra

Cuando Ronald entró en el grupo no podíamos suponer que eso sería el principio del fin, pero lo cierto es que al verle sentí un escalofrío en el espinazo. No sabría decir el motivo. Nunca confié en la gente que se ve muy tímida y formal. Solía pensar que detrás de cada persona tímida se escondía Hitler conteniendo la rabia. Ya sé que es un prejuicio muy chusco, pero así era yo entonces. De todos modos eso no es motivo para estremecerse: vi algo más en él, algo incluso más inquietante que un supuesto Hitler escondido. Bueno, yo iba hasta las cejas de maría, pero no creo que eso me hiciese ver cosas raras, porque yo siempre iba hasta las cejas de maría en aquella época. Era mi estado normal, estaba acostumbrado a ver la realidad desde la bruma del fumeta y nunca había tenido ningún problema. Pero esa realidad pareció cambiar en cuanto vi por primera vez a Ronald. Su aspecto no era precisamente muy alegre: un tipo delgado como un palillo, vestido con una gabardina negra hasta los pies, con la cara chupada y la barbilla puntiaguda, y un flequillo negro cayéndole sobre la cara. Pero fue algo más, un ínfimo destello en sus ojos que de repente pareció abrir un paréntesis en la situación, uno de esos momentos en que sin motivo alguno todo se queda como suspendido en el aire, en el tiempo, no sé, algo así. Todo se queda paralizado y desaparece a tu alrededor, y entonces aquel destello en sus ojos como una estrella fugaz, como algo incandescente abriéndose paso desde otro mundo, como la mirilla de la puerta cerrada de una casa extraña en medio de la nada… Recuerdo que aquella temporada estaba leyendo mucho a Lovecraft; no sé si esto pudo influirme haciéndome flipar más de la cuenta. Pero de un modo u otro supe que aquel chico tenía algo diferente y acaso amenazante, y me olí los problemas. Pero cumplía el perfil que buscábamos, pues su actitud asocial y sus pintas de siniestro ochentero encajaban con el grupo, y aunque nunca se le había visto en la escena local nos lo había recomendado un conocido, otro músico, uno de tantos que ensayaban en las salas contiguas a la nuestra.

Realmente no sabíamos nada de él excepto que, según nos había dicho aquel conocido, “era muy distinto de cualquier otro teclista” y estaba disponible. Enseguida comprobamos que el tal Ronald no era muy dado a hablar de sí mismo, pues cualquier intento de conversación por nuestra parte era respondido apenas por un par de monosílabos, lo cual enrarecía un poco el ambiente.Pero también comprobamos su habilidad con los teclados y sobretodo el laptop, que manejaba prácticamente todo el tiempo durante sus interpretaciones, y entonces ya los cuatro miembros oficiales del grupo supimos lo que iba a pasar sin necesidad de intercambiar una palabra entre nosotros: sí, claro que aquel chico iba a ser nuestro nuevo teclista. No íbamos a dejarlo escapar, fuera quien fuese.

Jamás habíamos escuchado ningún sonido como los que hacía Ronald con su laptop enchufado a uno de los amplificadores que teníamos en el local. ¿Cómo puedo describirlos? ¿Cómo describir un sonido? Obviamente era todo electrónico, pero no se parecía a ninguna electrónica que hayas escuchado. En realidad cómo sonaba es lo de menos, pues lo más sorprendente no era lo que se oía sino lo que uno sentía al oirlo. Es decir, aquellos sonidos tenían un efecto torrencial en tu estado de ánimo. Se oían ruiditos raros y sincopados y uno experimentaba una alarmante sensación de ansiedad creciendo exponencialmente sin motivo aparente, y sin tomar nada. Era como si aquel sonido tuviese cualidades que el oído no podía apreciar pero que de algún modo alcanzaban la mente. Como si hubiese mensajes subliminales cifrados y condensados en un puro ruido electrónico; me pregunto si tal cosa es posible. Siempre sospeché que eso era lo que hacía aquel maníaco, enmascarar con la electrónica mensajes inaudibles pero aprehensibles por la mente humana. Pero nunca nos lo dijo. El cabrón tenía sus secretos y nunca los compartió. Él nunca iba a estar a disposición del grupo, sino al revés.

Claro que yo era el guitarrista y, por supuesto, cuando empecé a malpensar y poner pegas, todos los demás dijeron que tenía celos. Y bueno, no puedo negar que algo de eso había, sí. Se suponía que éramos un grupo de post-rock (nos llamábamos Empire of Storm). Nuestros temas eran épicos y con riffs y melodías muy fuertes, pero lo que hacía Ronald nos daba un giro de ciento ochenta grados. Era imposible tocar post-rock con aquello; el post-rock tiende a ser espacioso, con sensación de paisaje abierto, mientras que aquella densa maraña de ruiditos era mas bien claustrofóbica, como una lluvia de mercurio o algo así. Yo no sabía qué íbamos a hacer con aquello y enseguida empecé a oponerme con los mejores argumentos que se me ocurrieron, aunque por supuesto no engañaba a nadie. Hasta entonces yo siempre había compuesto casi todos los temas, la guitarra era sin duda el gran totem de nuestra música, pero claramente Ronald iba a quitarme el protagonismo. Su trabajo reclamaba un primer plano, aquel sonido inexorable parecía negarse a ser un mero acompañamiento o telón de fondo, y yo no iba a poder hacer nada al respecto. Porque ciertamente era un trabajo increíble, fruto de un extraordinario talento, y nada ni nadia iba a poder detenerlo.

La música, y especialmente el rock y su inmensidad de variantes, tiene mucho de viaje a lo desconocido, de exploración del caos. Los que nos dedicamos a esto somos en cierto modo un poco pervertidos. Bueno, a veces en más de un modo, pero ésa es otra historia. Lo que quiero decir es que nadie en su sano juicio querría tener a su lado a un tipo como Ronald, porque todo en él resultaba inquietante e incluso repelente, incluida por supuesto su música. Sin embargo eso es exactamente lo que atrae a la gente como nosotros, aunque sea más bien poco recomendable para la salud mental. La música extrema, aunque llegue a resultar desagradable, nos atrae porque abre un paréntesis en la realidad, el mismo del que hablaba antes: esa especie de grieta intangible por la que uno puede colarse a otros mundos, o al menos creerlo, y escapar a la mediocridad cotidiana aunque tenga que pagar un precio por ello. Y todos los que de algún modo estamos en esto pagamos un precio por ello, a veces muy alto, y sin embargo no dudaríamos en volverlo a hacer. Es la atracción por el abismo, inevitable e ineludible. Unos aprenden a integrarla a sus vidas y dosificarla para que no les destruya; otros, menos hábiles, no tienen más remedio que apartarse de ella, lo cual suele conllevar alejarse del mundo del espectáculo, como yo mismo acabaría haciendo; y otros ni una cosa ni otra: simplemente siguen adelante hacia el abismo con todas sus consecuencias, embriagados por la orgásmica sensación de caída libre, sin importarles lo que les espera al fondo. Yo y mis compañeros llevábamos ese camino en aquella época, y ciertamente Ronald nos iba a dar un buen empujoncito en la misma dirección, de la que no todos íbamos a salir ilesos.

Nunca he comprendido el modo en que el sonido en general, y la música en particular, ejerce esa influencia en la gente. Músicos, filósofos, psicólogos y neurólogos habrán disertado mucho sobre ello, y seguro que hay cientos de estudios sobre la materia. Es más o menos conocido que las disonancias, los intervalos y demás tecnicismos de la teoría musical sirven para designar peculiaridades de la música que inciden en el estado anímico del oyente. Por poner el ejemplo más fácil, todo el mundo sabe que los tonos menores son tristes y los tonos mayores, alegres. Pero no hace falta estudiar teoría musical para influir en la mente humana por medio de la música, muchos grandes artistas son autodidactas y hacen música de oído, y no saben nada de intervalos ni disonancias. De hecho algunos de ellos probablemente no han abierto un libro en su vida, e incluso son incapaces de articular un discurso coherente cada vez que abren la boca, pero en cuanto ejecutan su pieza musical te sientes transportado a otro lugar y te preguntas cómo coño lo consiguen si son medio analfabetos.

Yo no sé si Ronald leía mucho, a mí me parecía el típico freakie que lee libros sobre las costumbres sexuales del Tercer Reich y cosas así, pero en realidad no tengo ni idea de lo que pensaba. De lo que estoy seguro es que si ha habido alguien en el mundo que ha logrado influir en la mente humana por medio de la música, sin duda es él. Y de hecho, muchos de vosotros ya estáis conociendo los efectos de su trabajo, aunque la mayoría ni siquiera os dais cuenta.

En fin, empezamos a trabajar con él. Y desde el principio las cosas no fueron bien. No quiero decir musicalmente; la música del grupo con Ronald en las teclas sonaba cada vez mejor, más intensa y apabullante, aunque muy distinta a lo que hacíamos antes. Yo dejé de resistirme y acabé asumiendo un rol secundario, entendí que no podía competir con aquello y que de hecho era mejor no hacerlo. Ronald aportaba algo tan grande que yo no podía pretender ignorarlo, ni mucho menos relegarlo a un segundo plano, y como grupo seríamos idiotas si no lo aprovechábamos. De modo que dejé a un lado mi ego y me adapté al nuevo orden de cosas. La verdad es que yo ya estaba cambiando en aquella época, aquella vida estaba empezando a pasarme factura. Sentía una presión interior que nunca había sentido antes y no entendía por qué. Había vivido toda mi adolescencia en una nube y sin ser consciente de algunas carencias que yo tenía, de las cuales la adicción a la maría era tan sólo un síntoma. Ahora había entrado ya en la treintena y la maría ya no me hacía tanto efecto, y un buen día sentí que empezaba a salir de la nube y a contemplarlo todo desde fuera, como un observador ajeno a la escena. Y me parecía todo absurdo. De repente ya no sabía qué pintaba yo allí, en aquella sala de ensayo, ni de hecho en ninguna otra parte. Entonces, por supuesto fumaba más aún para estar mejor. Pero ya no funcionaba. Daba igual que fumase el doble o el triple, me sentía fuera de lugar todo el tiempo. Podía colocarme pero igualmente me sentía mal. O simplemente sentía algo, que es lo que en realidad siempre había estado evitando. Me moría de miedo. Me asustaba la vida real y no sabía qué hacer.

Así que de momento sólo acerté a parar de creerme una estrella y dejarme llevar por el nuevo rumbo de la banda, aunque más por falta de fuerzas que por convicción.

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Y entonces, una de esas veces en que estaba ensayando con el grupo y sintiéndome como a mil millas de todo y de todos, empecé a notar lo que estaba ocurriendo allí. Mis viejos compañeros de banda se volvían más irascibles a medida que avanzaba el nuevo rumbo de la música. Aquel sonido extraño parecía pulsar alguna tecla en sus cerebros que les hacía revolverse inquietos primero, crispados después, y terminaban gritándose unos a otros sin que nadie supiera muy bien por qué. Yo lo contemplaba todo desde la invisible campana de cristal en la que me había instalado últimamente y no entendía nada. Asistía a aquellas escenas como si no estuviera allí, como si las viese en una pantalla de cine o algo así. Les veía a todos transformarse por momentos mientras la música se hacía más y más intensa; a todos menos a Ronald, que simplemente permanecía concentrado en su laptop generando aquel pandemonium electrónico, indiferente a todo lo que le rodeaba. Lo veía como al típico “mad doctor” del cine de serie B, obsesionado con sus megalómanos experimentos y completamente insensible a cualquier otra cosa.

Un día Andrew, el cantante, fue un paso más allá. Siempre le habíamos dicho que debía moverse más en el escenario, que no transmitía suficiente energía al interpretar las canciones, lo cual le fastidiaba bastante, y ese día pareció explotar dentro de él toda la tensión que se había ido guardando para sí. De repente, en medio de un tema empezó a moverse violentamente en todas direcciones, chocando con las paredes de la sala de ensayo y golpeando los amplificadores y los soportes de micro, al tiempo que su expresión mostraba lo que sólo podía describirse como una rabia absoluta y visceral. Al principio pensé que su comportamiento era una especie de respuesta airada a aquellos comentarios que le fastidiaban tanto, pero poco a poco me fui dando cuenta de que su rabia no parecía dirigirse a algo o alguien en concreto, era más bien como si no fuera él mismo, como si un ente extraño le hubiera poseído y sacudiera su cuerpo. Parecía una marioneta grotesca y amenazadora.

Yo estaba atónito, tanto que había dejado de tocar, pero entonces miré a los demás y vi que todos ellos excepto Ronald estaban sufriendo una transformación similar: primero se les iluminó el rostro, sonriendo como maníacos, aparentemente extasiados con la actuación de Andrew, y luego sus cuerpos empezaron a moverse convulsamente, como animados por fuerzas externas a ellos. Sus brazos y piernas se agitaban disparatadamente en el aire y aun así se las arreglaban para seguir tocando sus instrumentos. ¡Era una completa locura! Y el sonido, la pesadilla sonora que creaban entre todos e irrumpía por los amplificadores no era de este mundo. Era un estruendo tan monstruoso que resulta muy difícil describirlo, pero sentí que seguía cierta pauta, cierto patrón rítmico que se me escapaba por culpa de la confusión en la que me encontraba… o quizá por algo más que eso. No era un patrón nada fácil de seguir, ni siquiera de discernir; desde luego no era nada que yo hubiera oído antes. Parecía una fórmula matemática inventada por un extraterrestre.

Si yo hubiese imaginado por un instante que la cosa acabaría como acabó, hubiese dejado el grupo mucho tiempo atrás. Pero ya he explicado que estaba en un momento muy bajo en el que no me entendía ni a mí mismo y me costaba mucho tomar decisiones, así que me limité a seguir la corriente, viendo cómo mis compañeros se iban volviendo locos ensayo a ensayo. No sé por qué yo no experimentaba los mismos cambios que ellos, quizá el aislamiento mental en el que me encontraba era como un escudo después de todo: un escudo frente a los efectos de la música de Ronald, que parecía afectar a los demás de aquella extraña manera. Pero esa música nos iba a catapultar hacia un estatus superior en la escena underground en la que nos movíamos y que pronto íbamos a trascender, alcanzando un nuevo nivel de popularidad y aumentando nuestro caché. A los pocos meses llegaron los primeros conciertos con la nueva formación del grupo y enseguida se hizo evidente que lo que teníamos entre manos iba a dar mucho que hablar. El boca a boca funcionaba, se publicaron las primeras reseñas en los blogs y revistas especializados, los “influencers” se apresuraban a hablar de nosotros para mantener su liderazgo como descubridores de nuevas sensaciones y, en definitiva, acudía cada vez más gente a vernos y respondía cada vez con más entusiasmo. Nuestras actuaciones, cada vez más violentas, desprendían una tensión desconocida, una especie de amenaza latente que resultaba muy atractiva para los chavales, pero que a mí me inquietaba pues no estaba muy seguro de que no fuese algo más que una actitud ni de que la tuviésemos bajo control.

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Y sí, efectivamente acabó ocurriendo lo que estaréis pensando. La gente no tardó en contagiarse de toda aquella locura y manifestar la misma afección que mis compañeros. En cada concierto, el público entero se comportaba con unos niveles de agresividad inauditos incluso en ambientes mucho más duros como el hardcore o el black metal. En cuanto sonaba la música era como si a todos aquellos desgraciados les infectase un virus alienígena, se volvían como zombies histéricos. La situación se iba haciendo pelígrosa de verdad. Imaginad cientos de personas sacudiéndose como posesos y golpeándose entre ellos una y otra vez, aparentemente sin intención pero tampoco conciencia del dolor, ni el ajeno ni el propio. La sangre empezaba a manar y la gente al sacudirse hacía un efecto de aspersor. Pronto la sangre impregnaba todo, paredes y gente, toda la sala embadurnada de rojo pegajoso. Yo estaba paralizado de miedo. Pero lo más terrorífico es que al mirar a mis compañeros veía que seguían haciendo lo mismo, su epatante y absurdo show. Estaban muy lejos de comprender lo peligroso de la situación; al contrario, formaban parte de ella. Lo cierto es que sólo les diferenciaba del público el hecho de encontrarse en el escenario, por lo demás eran exactamente iguales. Estaban todos completamente enajenados. Todos excepto, por supuesto, Ronald.

Ronald parecía el puto amo de la situación. Allí arriba, como en su podio particular, pues tanto el teclista como el batería se situaban en una parcela más alta de la tarima, Ronald simplemente reinaba sin inmutarse, como una tranquila deidad que puede desatar una catástrofe con sólo chasquear un dedo y no le da demasiada importancia. Y en su expresión se veía que no era ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Así como el resto del grupo estaba totalmente ido, Ronald sabía muy bien lo que hacía. Fue entonces cuando comprendí que él tenía el control. Todo aquel caos indescriptible era obra suya. Ya he dicho antes que no tengo ni idea de cómo, pero sin duda aquella música del infierno que él había creado causaba todo aquello. Ya no me cabía ninguna duda.

También he dicho que no conozco el motivo de que a mí no me afectase aquella música, a veces he llegado a pensar que sufro alguna disfunción sensorial que irónicamente operaba en mi favor, impidiéndome captar infrasonidos que enloquecían al resto del mundo. En cualquier caso ya no importaba eso. La situación era que sólo yo, aparte de Ronald, parecía darse cuenta de lo que pasaba en cada concierto. Aunque, ahora que lo pienso, creo que ya en aquellos días empecé a vislumbrar a los hombres de negro, que asomaban fugazmente por entre los tumultos. Quizá es que se me mezclan las imágenes, los recuerdos son confusos con todo aquel torbellino de locura. Pero juraría que ellos ya estaban por ahí varios días antes del desastre final, con sus trajes negros y sus gafas oscuras, como en una mala película conspiranoica. O quizá yo mismo soy un conspiranoico después de todo. No puedo demostrar nada de lo que digo, sólo tengo mi palabra.

Y así llegamos al día cero. Quizá algunos leísteis algo en internet, aunque se filtró muy poco porque el Departamento de Defensa puso todos sus medios para ocultarlo. En algún periódico local se dijeron cosas como “Tumulto en sala de espectáculos causa decenas de muertos” y poco más, como si hubiera sido una pelea de borrachos. Por supuesto los grandes imperios de la comunicación no difundieron nada. Claro que muchos bloggers han contado cosas, pero quién va a creer a los freakies de siempre. Hay tantos pirados contando sandeces que ya nada sorprende al americano medio, a la postre adormecido por el suave zumbido de los mass-media.

Esta historia ha pasado a formar parte del imaginario colectivo como una de esas leyendas urbanas del rock & roll, ya sabéis, como el pacto con el Diablo que hizo Robert Johnson o los discos de Led Zeppelin que al ponerlos al revés revelan mensajes satánicos.

Fue en Pegasus, Nuevo México. Una ciudad en medio de la nada que parece construída para que nadie viva en ella. Al no haber muchos vecinos terminó convirtiéndose en una “zona hermética” de clubs a donde acuden los chavales de todo el condado los fines de semana. Nadie se queja por los ruidos. La policía suele ser permisiva allí, a pesar de la política conservadora del estado. No obstante parecían alertados por la fama de nuestros conciertos, pues aquella noche había un batallón de agentes antidisturbios alrededor del club donde tocábamos, el Desert’s Riot. También acerté a ver algunos hombres de negro haciendo como si pasaran por allí. El ambiente estaba cargado de tensión. Debí abandonar en aquel momento, aquella fue mi última oportunidad de apartarme de aquella locura. Ya no sentía nada que me uniese a la banda y me habría importado una mierda dejarlos colgados. Pero seguí adelante. Supongo que en el fondo tenía la malsana curiosidad de querer ver cómo acababa todo aquello.

La escena de los últimos conciertos se repitió. El público se puso agresivo en cuanto empezó a sonar la música, los mil y pico chavales que habían venido a vernos. Pronto volaron los primeros destellos de sangre entre la agitada penumbra del local. Sin embargo, esta vez irrumpieron inmediatamente los antidisturbios intentando cercar a los alborotadores, pero como éstos eran el público entero, obviamente no fue posible. El público se volvió contra los agentes, que se defendieron con sus porras. Eso no hizo ningún efecto. Vi con mis propios ojos cómo muchos chavales recibían fuertes porrazos en la cabeza y ni siquiera acusaban el golpe. La violencia era creciente y no parecía haber nada que pudiera pararla. Yo había dejado de tocar y estaba allí estupefacto mientras la música seguía sonando y mis viejos compañeros de banda se retorcían como marionetas histéricas. Y una vez más miré atrás y allí estaba Ronald, enseñoreado en su podio, con aquella especie de altivez indiferente, manejando su laptop concienzudamente como si con él controlase el destino de todos los que estábamos allí. Entonces oí varias detonaciones. Miré abajo: los agentes estaban disparando. Un momento: no sólo disparaban a la gente, sino a todo lo que se movía, incluso a otros policías. Algunos de ellos se golpeaban unos a otros con las porras, como si fuera un combate de gladiadores ciberpunk. Estaban enloquecidos. Ellos también habían caído bajo el influjo de la música de Ronald. Algunos chavales habían conseguido pistolas y disparaban también. Vi gente con boquetes en el estómago sin parar de pelearse a puñetazos.

Dicen que cuando uno llega a su límite, el pensamiento desaparece. Uno deja de oír la vocecita que le dice lo que está bien y lo que está mal, de hecho deja de oír nada y una especie de silencio denso y pesado se instala en su cabeza, y uno simplemente reacciona. Reacciona haciendo lo que debía haber hecho antes pero no se atrevía a pensarlo. Y ahora ya tampoco lo piensa, es tarde para pensar, sólo el cuerpo responde a una idea largamente reprimida y uno no es consciente de sus actos. Sólo horas más tarde fui capaz de reconstruir los acontecimientos en mi cabeza y recordar cómo me abalancé sobre Ronald y le machaqué la cabeza con mi guitarra hasta partírsela por varios sitios; cómo después de eso alcé de nuevo mi guitarra en el aire con la intención de estrellarla contra aquel maldito laptop para hacerlo añicos, pero alguien a mi espalda me agarró los brazos y me los retorció hacia atrás, obligándome a soltar la guitarra y arrojándome de un empujón al suelo, justo al lado de donde yacía Ronald con su puta cabeza machacada. Me incorporé un poco y miré a donde estaba el tipo que me había agarrado: era uno de aquellos hombres de negro, mirándome inexpresivamente desde detrás de sus gafas oscuras. Inmediatamente pensé que iba a sacar una pistola y matarme. El estrépito de golpes y detonaciones seguía resonando por toda la sala, de modo que otra detonación no alertaría a nadie. Y con la cantidad de muertos que hubo esa noche, yo tan sólo habría sido uno más. Pero no. No sacó ninguna pistola, sólo me observó pensativamente unos segundos y pareció decidir que era mejor olvidarse de mí. Luego agarró el laptop, le desenchufó todos los cables y sin más desapareció con él bajo el brazo.

Al desenchufarse el laptop se apagó la música que surgía de él; al instante, el resto del grupo dejó de tocar como si alguien lo hubiera desenchufado también. Se hizo un silencio glacial. Me daba miedo levantarme, pero supe que debía hacerlo. Por algún motivo se me había concedido salir indemne de todo aquello, pero no sabía por cuánto tiempo. Si me quedaba allí, alguien podía cambiar de idea sobre mí y entonces estaba perdido. Tenía una oportunidad y debía aprovecharla ya. De modo que me levanté, ignoré el dantesco panorama que sin duda se extendía frente al escenario; ignoré a mis compañeros que seguramente andaban deambulando por la tarima, preguntándose qué había pasado y qué estaban haciendo allí; ignoré el cuerpo de Ronald a mis pies, y simplemente me largué de allí sin mirar atrás.

Me cambié de nombre, me cambié de estado, encontré un empleo, dejé los porros y me compré ropa nueva, más formal. Ahora tengo mujer y llevo una vida tranquila y vulgar, y todos los días doy gracias por ello. Al final he comprendido que soy algo más que el rock & roll, que no necesito ser una estrella para aportar algo bueno a la gente. Todo el mundo admira a las personas extraordinarias, pero a veces es un gran alivio poder ser una persona normal. Toda la época de Empire of Storm quedó como una pesadilla, como una de esas historias que uno recuerda de vez en cuando y no sabe si la soñó o era una película que vio un día.

Sin embargo hace poco he empezado a leer cosas que me han inquietado y por eso os he contado todo esto. Doy por sentado que no me creeis ni nadie lo hará. Ya dije que no puedo demostrar nada. Es sólo que en la última semana han estallado conflictos armados simultáneos en varias regiones de Oriente Próximo y Asia del Sur, sin motivo aparente ni declaraciones de ningún bando. De hecho los pocos blogs que informan de esto no tienen muy claro cuáles son los bandos que intervienen, y hablan más bien de incontrolados que van por ahí disparando a todo lo que se mueve y de que nadie sabe quién está en el bando de quién. Algunos blogs mencionan unos extraños aviones a los que se vio sobrevolar las zonas de conflicto minutos antes de iniciarse los primeros brotes de violencia. Iban equipados con grandes altavoces bajo las alas.

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