Por Zulma Sierra
Seis a eme – nueve a eme. El locutor empezaba la transmisión de las noticias a las seis de la mañana en punto y a mí me envolvía un olor a café que parecía provenir del radio mismo. Empezaba el ajetreo en mi casa: el sonido de las tazas en la cocina; el inconfundible chorro de agua mientras mi papá se bañaba y las voces de todos, entremezclándose con las del locutor.
Lo que salía del radio eran noticias, sí; pero también las cancioncitas de los anuncios, la música que formaban los diferentes acentos de los periodistas a lo largo del país y un ruidito perenne, ahí, haciendo shhh, shhh cada treinta segundos. Luego supe que estaba mal sintonizado, pero que no era culpa de nadie sino que el radio era viejo. ¡Siempre fue viejo! Y tenía un shhh shhh muy particular que, pensándolo bien, a ninguno incomodaba. Al contrario, hacía parte de los sonidos matinales de mi casa.
Siempre supe que ese radio era viejo, que era demasiado pesado, que ocupaba mucho espacio, y que su carcasa negra y miel no eran de este tiempo ni de uno anterior a éste. Era como un ente que hacía parte del mobiliario pero también de la vida misma. No puedo visualizar mi infancia sin su presencia. Por alguna razón que yo desconocía, siempre permanecía en el AM y después de las noticias matinales se apagaba. Retomaba su trabajo hacia la una de la tarde con un programa de humor que se emitía, en directo, desde un teatro de la ciudad. Era muy curioso, porque a mí no me daban risa las ocurrencias de los cómicos sino las risas incontenibles del público. Me contagiaban las carcajadas provenientes de chistes inintelegibles para mí y me emocionaba el aroma a café que se desprendía con ellas, cada mediodía.
Terminado el show, se apagaba. El viejo radio descansaba para dar paso a una tarde silenciosa; hasta que a las seis de la tarde retomaba su actividad con un programa que combinaba noticias con música. Muchos años más tarde, era otro programa de humor el que envolvía el anochecer de mi casa y el radio nos los seguía enseñando, emocionado y vivaz, a pesar de sus años, a pesar del sshhhh shhhh intermitente de su aguja mal puesta en el dial y a pesar de tantos intentos por desprestigiarlo y mandarlo al baúl de los recuerdos.
Decía un señor muy importante de mi país que la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla, y yo no puedo recordar otra cosa más viva y más elocuente que ese radio acompañando cada instante que mi papá estaba en mi casa. Cuando se levantaba, se duchaba y se afeitaba oyendo el seis a eme – nueve a eme; cuando llegaba a comer al mediodía y escuchaba al cómico de Montecristo mientras se tomaba una taza de café, y cuando estaba a punto de acostarse y le daba un rápido repaso a las noticias con el radio encendido.
Recuerdo mucho el lateral del radio. Era negro y tenía un agujero inmenso, como si por ahí tuviera que pasar una clavija o alguna pieza importante, perdida en algún momento de la historia radiofónica de mi casa. Lo recuerdo bien porque allí pegaba yo los tatuajes que regalaban en las bolsitas de los yuppies. Los yuppies eran unos snacks de maíz que crujían cuando los masticabas y te dejaban los dedos y la lengua amarillos. Y yo me apresuraba a terminarlos para poder encontrar los tatuajes de personajes del momento que los niños coleccionábamos con devoción. El reto era pegárselos en las manos, en los brazos… pero yo los pegaba en el lateral negro del radio viejo de mi papá.
Nunca me dijo nada. Era como nuestro juguete compartido. Mientras el aparato entregaba su vida por sintonizarse y emitir las noticias, mi papá tomaba café y escuchaba, y yo pegaba tatuajes y escuchaba. Y lo veía, y escuchaba.
Los objetos son traicioneros: los ves, los tocas, los oyes y te devuelven a momentos que creías pasados, olvidados. Los objetos están ahí para advertirte que tu infancia nunca se fue, que sigue anclada en tu memoria y en tu piel. Y este radio, tan viejo y tan bello, es la llave con la que abro la puerta de una casa que se despierta a las seis de la mañana y se acuesta a las seis de la tarde. Una casa que huele a café y en la que se oye el murmullo perenne de un shhhh shhh mal sintonizado.
Es curioso como a veces, me da la sensación de que una onda hertziana de aquellas olvidadas, perdida en el camino, volverá cualquier noche de estas a recordarme que dejé el radio encendido y que mi papá me está esperando para apagarlo.