Por: Sabela Eiriz
Quise quererle.
De verdad lo quise, lo noté en mis dedos. Lo noté en el hoyito que se me hizo en el costado mientras le miraba. Quise quererle despacio, en silencio, con cuidado.
– No son más que luz –
sentenció, como siempre.
Como siempre: escupía su dogma y se callaba. Se callaba él y me callaba a mí. Y todas esas ganas de quererle que estaba sintiendo se me bajaron al estómago y se quedaron ahí, calladitas también.
Bajé mi mirada a las fotografías que cubrían la cama. Eran hermosas. Intenté decírselo de nuevo pero ya no pude, sólo las observé y traté de entender lo que él decía. Eran luz, sí, pero eran más que luz: también eran mentiras, como nosotros. Mentiras de papel y mentiras de piel.
El sol se abrió paso entre los edificios, atravesó la ventana y aterrizó sobre mi cara. Caía sobre mi piel cálido, casi húmedo, y yo lo miré con insistencia, rogándole que me doliera, que me quemase las córneas. Lo miré hasta que inevitablemente mis ojos se cerraron.
Tardé un tiempo en abrirlos. En la oscuridad aparecieron de pronto manchas de colores que se movían y palpitaban adentro de mis párpados. Está equivocado, pensé, claro que es más que luz: también es color; no puede decirme que serían lo mismo sin color.
Abrí los ojos con la intención de enfrentarme a él, de explicarle que no era sólo luz sino color, que no era sólo aquello sino lo otro, que no era sólo él sino yo.
Le miré y descubrí que la estela de luz caía ahora sobre su mejilla. Sentí el deseo de apartarla, de privarle a la luz de poder tocarle, de ser yo y no ella quien caía sobre su piel.
Quise no quererle.
No son más que mentira – sentencié. –
Una mentira hermosa.