El secreto de D.

Por: Sara Martin Blanco

Fue sólo un instante, pero supo refrenarla briosa fiera por las riendas bien sujeta; por un momento se detuvo, y luego huyó cual si la muerte lo persiguiera; pero en aquel instante, sobre su alma inviernos de memoria se cernieron y reunieron en ese punto del tiempo una vida de sufrimiento, una era de crímenes. Sobre aquél que ama, odia o teme ese momento vierte el dolor de años. ¿Qué sintió él, oprimido a su vez por lo que más distrae el corazón? Aquella pausa en que caviló sobre su sino, ¡quién osará aventurar su sombría duración! ¡Aunque apenas existió en el registro del tiempo, fue una eternidad para el pensamiento! Pues es infinito como el espacio sin límite el pensamiento que la Conciencia debe abrazar, capaz en sí mismo de abarcar una aflicción sin nombre, ni esperanza, ni final.

– Lord Byron, El Giaour

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Era el ocaso y en el horizonte vislumbré su negra silueta. No pasó un instante desde que vi su figura lejana, y ya, en ese mismo momento, se encontraba ante mí. Ningún ser he visto jamás que fuese tan veloz. Digamos que viajaba en el espacio a la velocidad de la luz, sólo que no viajaba; es decir, no se trasladaba de un lugar a otro, sino que era ya siempre él mismo en todas partes y a todas horas, y modificaba su apariencia sólo para adaptarse a nuestros parámetros gnoseológicos -No espero de ti que me creas, pero harías bien en hacerlo. Y yo era yo-ahí-arrojado-a-la-vida sin entender nada y sin hacer nada por entenderlo. No había tiempo; era yo y él y el momento del presente -sólo ahora, me desgarro de lo vivido para reflexionar sobre lo ocurrido. Y, mientras tanto, experimento el recuerdo como un ahora y mi cuerpo aún tiembla de emoción y de temor.

Y así me dijo:

– Tu existencia es el ocaso. Las flores de verano se marchitan y la estrella del crepúsculo ya no brilla.

Sopló una ventisca que trajo olores putrefactos. Su caballo relinchó y la arena formó un débil remolino bajo los cascos. Él seguía con la mirada anclada en mí; sus ojos tenían un brillo especial y su boca parecía dibujar una leve sonrisa del que sabe que sabe y domina. Sus labios, cuarteados; sus dientes, blancos; su tez, pálida. No le vi reír, pero de su pecho sonó, como de una gruta, una carcajada profunda que acabó en un lamento perenne.

Alargó su mano, de dedos finos y delgados, y, mostrándome su palma vacía de huellas, me dijo:

– In te, anime meus, tempora metior [en ti, oh mi alma, puedo medir los tiempos].

Y un reloj sin agujas apareció en la que había sido su mano vacía -Me ha parecido ver su esbelta figura, de espaldas, en el lejano horizonte de la ya casi noche oscura.

Las rocas ya no son rocas, sino sepulcros inmensos. El ocaso se ha tornado noche. Mi cuerpo aún tiembla. Y en mi mente aún resuenan sus palabras…

Y ahora, atiende tú, lector incrédulo, a mis palabras miméticas de ese ser intratempóreo: si me crees a mí, como yo creí a él, podrás ser D., ese ser que escapa de la temporalidad mesurable de agujas y calendarios; ese ser-ahí que existe, y puede existir, eyectado al mundo. Y serás tempóreo, pero de un modo vital, porque serás tú mismo el ahora en cada momento, y tu existencia, el tiempo.

El viento frío cuartea mi piel. Soy finito y me marchito. Me siento viejo y enjuto, pero cabalgo montado sobre mi existencia creando historia, mi historia. Ahora vuelvo a ser-ahí-arrojado-a-la-vida de la noche oscura, y me muevo veloz como si escapase, yo también, de mi muerte. Y te busco a ti, incitando tu temor y, al tiempo, tu pensamiento. Y cuando me veas en la lejanía, no habrá tiempo para escapar. Empezarás a ser, victorioso, un ser-ahí, un D.

Firmado, D.

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