Por: Enrique Rivero
In memoriam L. M. Panero
«La lucidez extrema conlleva a la locura.» Friedrich Nietzsche
I.
Cerró el libro después de leer unas líneas y lo arrojó al suelo. Sentado en su banca habitual encendió otro cigarrillo, sin parar de beber agua —sus fantasmas se hacían presentes a través de estas manías—. En su mente surgían un sinfín de pensamientos que no quería dejar escapar. Abrió su libreta y escribió: El débil cuerpo de un hombre no siempre está dispuesto a soportar todo el peso de un alma desequilibrada e incierta, por eso busca desesperadamente acabar con aquello que lo convierte en humano, aquello que descubre en la luz de las acciones perdidas. Lo que hacemos es efecto de una historia oscura que se recuerda herida, y solo brilla en la conciencia de nuestro miedo a desear lo prohibido. Tras garabatear estas líneas arrojó también su libreta.
Únicamente en el jardín se sentía tranquilo. Ahí, sus miedos se suspendían por unos momentos, y no tenía que volverse constantemente para ver si alguien lo seguía. Jugaba con su sombra: le sorprendía que existiera algo que no se separara de él en ningún instante (mientras hubiera luz), y le agradecía al sol que permaneciera ahí cuando daba sus paseos. La gente a su alrededor no parecía hacerle caso, ni siquiera se sorprendía. En algunas ocasiones él se molestaba de que nadie le hablara, así que se acercaba a la gente con mucho cuidado y, sin que se dieran cuenta de su presencia, les gritaba violentamente: “Un, dos, tres por mí”, mientras se alejaba corriendo en medio de su propia carcajada.
Después volvía a la calma, se alejaba del mundo y continuaba escribiendo en su banca habitual, como si aquellas letras fueran su antorcha y guía. Para Alonso era primordial seguir escribiendo, construir una obra que fuera capaz de mantenerlo vivo. Era, además, un devorador de libros de todo tipo. Desde pequeño se manifestó su habilidad por la literatura: la facilidad con la que metaforizaba la realidad lo convertía en un elegido, en un iluminado –y de eso estaba seguro—.
En su familia, sin embargo, no era algo que admiraran, ya que casi todos eran poetas. “Tal vez hubiera sido mejor que nunca hubieras aprendido a hablar, Alonsito”, le gritaba su madre, principalmente por las perversas frases que Alonso era capaz de espetar. No era raro que cuando le hacían una entrevista preguntaran por la relación con su madre. Él no vacilaba en contestar que ella era una filicida, pero irónicamente, explicaba, que no había muerto únicamente para irritar a su progenitora.
Ahora estaba solo casi todo el tiempo y jamás había estado mejor: disponía de mucho tiempo para trabajar, sus poemas eran leídos por todas partes, y a nadie le era desconocido el Poeta de Arregui. Y sobre todo, ahora tenía los martes, tan esenciales para Alonso: los martes eran los días de Romina. Nunca había encontrado algo más cercano a la eternidad que el aroma de una mujer desnuda, y Romina, después de pedirle que le leyera lo último que había escrito, no se negaba a quedarse sin ropa sobre la cama y a que el poeta la atravesara con algo más tangible que sus palabras. Cada martes, cuando la veía aproximarse por el pasillo, comenzaba a leerle sus poemas en voz alta….
II.
Aspiraba, temblando, cada letra que Alonso iba diciendo. Él era el único hombre que había conseguido que ella se arriesgara a romper las reglas. Me pierdo en el dulce abismo del éxtasis, susurraba Romina, acercando su boca al oído del escritor. Algo has aprendido, decía él. Los dos reían.
No podían tardarse mucho en el acto, incluso tenían que buscar un rincón oscuro o una habitación solitaria para dejarse absorber por sus deseos. A pesar de lo corto que era aquel momento, los dos lo esperaban con ansias y trataban de no involucrarse con nadie antes de encontrarse. El que más cumplía con esta norma implícita era Alonso: Romina veía a otras personas, tenía una vida social más activa y, claro, estaba más expuesta a encontrarse con aventuras casuales.
Romina era veinte años menor que el poeta, una mujer guapa a la que le agradaba la noche. Pero cuando salía de copas y se enredaba con alguien, no dejaba de compararlo todo el tiempo con Alonso; veía en el poeta a un hombre que los aventajaba en todo y a pesar de sus particularidades, ella no se emocionaba con otro que no fuese el poeta.
Romina era la más pequeña de dos hermanas, la mayor había salido de su casa a los veinte años y desde entonces no se habían vuelto a ver. Ella se quedó con su madre, una jubilada a quien la joven mantenía desde que ésta había dejado su trabajo de secretaria, argumentando que ahora le tocaba a Romina retribuirle un poco de todo lo que le había dado. “Por lo menos tú no saliste como la loca de tu hermana, contigo al parecer hice buen trabajo, pero nada está dicho, nada está dicho…”, solía decirle su madre. Debido a esto, Romina sólo se entrenó como enfermera, aunque de pequeña solía decir que quería ser escritora. No se quejaba, su oficio le permitía vivir modestamente, pero sin apuros. Además no trabajaba todos los días: su jornada laboral se reducía a cuatro días a la semana, los otros tres estaba libre y se dedicaba a caminar por las calles negras de la ciudad, desolada por lo mucho que faltaba para ver a Alonso. Pero ya llegará el martes, se decía, y sentía las calles más iluminadas.
III.
El martes había llegado: Romina se despertó temprano como todos los días. Por primera vez en la semana podía disfrutar de la luz del sol en sus mejillas. Fue por el pan, compró el periódico, donde ojeó por enésima vez la noticia del referéndum de Cataluña. Saludó a la vendedora de flores, pasó por un lugar que olía a café recién hecho, vio cómo una madre jalaba a su hijo para llevarlo a la escuela, Recordó el rostro de Alonso, y sonrió para sí. Pasó por una librería en la que entró y le compró un libro de filosofía al poeta. Llegó a su casa y le escribió una dedicatoria.
IV.
Estaba acostado en la cama: apenas se asomaba el sol y el humo de su cigarrillo inundaba en pleno la habitación. Del desayuno sólo bebió el zumo y un vaso de leche. No tomó sus pastillas. Salió de su habitación sin haberse bañado, tenía el cabello como si en la noche lo hubieran revolcado. No saludó a nadie, tenía mal humor, se dirigió al jardín y paseó durante una hora —sin jugar con su sombra ni asustar a nadie—. Regresó a su cuarto y volvió a fumar, sacó su libreta y escribió algunos versos que no le gustaron. La cerró y se quedó dormido. Nadie lo despertó, pero súbitamente se levantó porque sabía que Romina iría esa noche. Se metió a bañar, no se rasuró, a ella no le importaba. Se puso ropa limpia. Salió de la habitación y, con el pelo aplastado por tanto fijador, se dispuso a esperarla como un niño aguardando a que su madre lo recogiera a la salida del colegio. Se sentó en una de las sillas del pasillo y se quedó mirando atentamente el segundero del reloj que estaba en la pared: creyó que el tiempo jugaba con él, así que prefirió dejar de verlo.
V.
Eran las siete, hora en la que regularmente Romina tomaba el tren que la llevaba con Alonso. Se disponía a irse, y al ver el libro de filosofía envuelto para regalo notó una punzada en el estomago. Sintió que algo no iba bien. No sabía qué, pero algo la había hecho dudar de ir a la cita de siempre. ¿Se habría cansado de él?, quizás ya no lo veía como antes, a lo mejor estaba entrando en razón. ¿Pero a quién quería engañar?, no era eso, qué estupidez. Cómo es posible que haya comprado un libro pensando en la cara que pondría y ahora no quiero llevárselo, se lamentó con tono dramático.
Se detuvo un instante a meditar lo que aquel hombre significaba: un resplandor en su vida sombría. Él me ilumina, se dijo, nadie ha sido capaz de decirme lo que Alonso me escribe; ningún otro me ha hecho sentir indispensable, pensó Romina, mientras se llevaba las manos al rostro. Todo parece tan complicado, terminó diciendo… Después de repasar sus emociones y de pensar todo una y otra vez, supo lo que estaba sucediendo, no podía engañarse: se había enamorado de un poeta que estaba loco, y aquello la inundó de un miedo que jamás había sentido.
VI.
Romina se había retrasado dos horas y eso le parecía a Alonso muy extraño: de pronto tuvo la certeza de que algo le había pasado. Para calmarse, recordó cuando se conocieron. Desde un inicio, Romina se había comportado muy atenta con él: lo conocía, era una lectora asidua de sus poemas. Después de unas semanas, Romina tomó valor y, llevándolo al rincón más oscuro de la sala común, le pidió que le leyera lo último que había escrito; él, complacido por el interés de aquella mujer, lo hizo felizmente. Fueron largas veladas: el poeta estaba inspirado y a pesar de que su poesía era trágica, no dejaba pasar la oportunidad de recitarle algunos fragmentos en los que ella era la protagonista. Romina parecía sentir una mezcla extraña por aquel hombre: una especie de admiración y simpatía pero, al mismo tiempo, de compasión y lástima. Con el tiempo sólo fue quedando la ternura y, sobre todo, una admiración que no desaparecería nunca. Por ello es que le gustaba tanto que Alonso, el gran poeta, se le insinuara, aunque parecía preferir no pasar de ese juego perverso de seducción.
Un día, luego de que él le leyera unas líneas, se le acercó y le tomó la mano ávidamente. La miró un minuto y la besó. Ella aceptó el besó, pero cuando Alonso intentó ir más allá, con dulce voz Romina le advirtió que se detuviera. Alonso se enfurruñó pero hizo caso, se metió debajo de las cobijas sin poder dormir. Las visitas siguieron en la misma sintonía hasta que se consumó lo que era ya inevitable. Así habían estado casi un año, con encuentros que siempre comenzaban con poesía y terminaban en sexo. El tiempo que pasaban juntos se les iba casi sin pensarlo, era tan breve como un parpadeo, una epifanía que tenían que superar pasado el martes. Cuando escuchaba los pasos de Romina irse por el mismo pasillo por el que había llegado, Alonso repetía la estrofa del poema que le hizo la primera vez que la vio. Y, ahora que se retrasaba dos horas, para no angustiarse volvió a enunciarlo como un interminable mantra.
VII.
Supo que el miedo la detenía. Jamás se había tomado el tiempo para estudiar sus sentimientos y ahora era muy tarde. Amaba al poeta, Romina finalmente lo había aceptado. Se preguntó qué haría. No podía pensar en una vida con él, era imposible creer que algún día tendrían hijos. Era absurdo suponer que podría presentárselo a sus amigas y a los novios de sus amigas y menos aún era posible que salieran a los lugares que acostumbraban ir y ahí pedir vino y cenar y terminar la velada hablando de lo que habla toda la gente y reírse de lo que sucede y despedirse diciendo lo bien que se la habían pasado y quedar para verse otra vez. Era imposible. De lo que diría su madre ni hablar. Ya la escucho, se dijo, “qué te has creído, a quién se le ocurre andar con un loco, sólo a alguien que está aún peor que él”. Todo la llevaba a concluir lo imposible de aquella relación. Caminó por su habitación. Todo está dicho, espetó, no puedo volver… Además, a él se le olvidará, tal vez ahora ya ni me recuerde. Tal vez crea que sólo fue un sueño. Seguramente se consolará escribiendo esos malditos poemas interminables. A lo mejor si llega otra enfermera se vuelve a liar con ella y no me echará de menos. Tal vez si lo recuerda no le de importancia. Tal vez se ría de mí y quizás de él. Tal vez… La oscuridad comenzó a cercarla: echó a llorar como si se hubiera roto, como si hubiera muerto en parte. Y aún a pesar de que el dolor y la negrura la iban invadiendo, comprendió que esta vez no tomaría el tren.
VIII.
Estaba en su banca habitual. Era el noveno martes que Romina no llegaba. Tenía una nueva enfermera: una insípida chica pelirroja que llegó después de que Romina desapareciera. A Alonso ya le habían informado que su antigua enfermera no iría más, que tenía otras cosas que hacer y por eso había dejado el trabajo. Alonso siempre respondía que era imposible, que por qué no se había ido a despedir de él. Los demás se reían del poeta: “Cómo se va a despedir de ti, si era tu enfermera, no tu madre”.
La salud del poeta se vino abajo: estaba muy flaco y sus ojeras parecías grandes fosas. Se volvió más huraño. Los enfermeros se peleaban con él para que se tomara el medicamento, y cuando lograban introducírselo en la boca se lo guardaba debajo de la lengua para que no se lo vieran. Después lo escupía por ahí. Aquello repercutió también en su salud mental, pero por más que quisieron reanimarlo fue inútil. Ni la escritura era capaz de avivarlo: había vuelto a su universo de sombras.
IX.
Todos los días se repetían irremediablemente. Sólo había un día de la semana que parecía distinto: Alonso se levantaba temprano y se bañaba, aunque no se rasuraba. Desayunaba todo lo que le daban, se tomaba la medicina y no insultaba a nadie. A los demás les parecía muy extraña la actitud de Alonso. No entendían por qué todos los días estaba tan mal.
Menos los martes.