Destellos tardíos

 

Por: Paula Arizmendi

Esta mañana he recordado a Catalina O Caterina. O no sé exactamente cuál era su nombre, pero sé que le decíamos Caty. Caty la oruga, aunque ese apodo no prosperó tras sus repetidas muecas de odio y asco. Quizás hubiese preferido Catalina la Grande, como la zarina de Rusia, y sin embargo probablemente a los diez años no supiera quién era esa señora, y yo solo lo sugiera ahora como auto-consuelo por haber seguido la corriente y decirle alguna vez Caty la oruga, aunque no le gustara. 

Han pasado más de veinte años desde la última vez que pensé en ella. Y justamente esta mañana ha venido a mi memoria. He recordado que llevaba el cabello muy corto, y usaba un pasador de pelo con moñito, un poco cursi, pensaba yo en aquellos días —y ahora—. También recordé que hablaba de vez en cuando y que sonreía únicamente si le sonreían antes. Y que casi no tenía amigas. Esto lo sé porque yo también tenía muy pocas amigas en ese entonces. Y como resultado, en aquella época terminé por quedarme adentro del salón en los descansos, con la esperanza de que no me vieran mis compañeras que estaban afuera, platicando y riendo, adorando a la reina del enjambre, la odiosa y adorable Lorena, y su largo séquito, Verónica, Myriam, Maru, Alejandra, y muchas más que he olvidado. En el silencioso salón me encontré con Caty, también escondida entre los pupitres y fingiendo leer un libro, como yo.

Hubo un tiempo en que casi llegamos a juntarnos en los descansos. Casi, porque luego de coincidir varias semanas en el salón e ir hablando poco a poco, cuando iba a surgir la amistad apareció en vez de eso un silencio tirante, y después de eso dejamos de vernos y hablarnos. 

Tendríamos que haber sido amigas. Y con un poco de suerte, unir fuerzas y hacer frente a las niñas bonitas y populares que se burlaban de nosotras y que nos hacían la vida difícil. Pero ninguna daba el primer paso, y antes de que sucediera algo ella se fue de la escuela, y no supe más de ella. La última vez que la vi, un par de años después que fue a visitar la escuela, pasó a mi lado y me ignoró, y yo no me atreví a ir tras ella, así que me quedé parada y hablando con alguien más, fingiendo que no la había visto, o que la había visto y que efectivamente no habíamos sido amigas nunca. Sentí un nudo en la garganta, porque en algún momento estuvimos a punto de serlo. Pero por su desdén supuse que ya no existía relación alguna entre nosotras, ni siquiera para un triste Hola. Y quise llorar pero me aguanté las lágrimas, y luego salí corriendo, y luego lo olvidé todo.

Nunca llegué a saber qué había pasado para que nuestra amistad muriera antes de haber nacido oficialmente ¿Cuándo fue que claudicamos? La negrura en mi memoria me impidió durante años ver cualquier hipótesis plausible. Porque qué oscura, y qué sucia va siendo nuestra forma de recordar que no nos acordamos de lo que no queremos.

Hasta esta mañana, veintitrés años después, que ha irrumpido la luz entre mis remembranzas. La escritora inglesa Agatha Christie decía que conforme van pasando los años la memoria se vuelve más lúcida, más aguda, más brillante. Antes no lo creía, pero ahora estoy convencida de que es así. Porque los pequeños detalles, los que no importan nada, se van escabullendo, como si existiese un brebaje invisible que va despejando aquello que no tiene importancia, y deja algo mucho más duro, sustancioso, diamantino. Una especie de luz tenue va acumulándose en las rendijas de la memoria, y muchos años después termina por cercarnos. Nos obliga, en ese lapso de conciencia —incluso si no queremos—, a regresar a aquel momento con los ojos bien abiertos, a entender lo que antes no tenía explicación clara. Es inevitable mirarnos muchos años después con ojos sagaces; mirarnos, claro está, cuando ya no nos hace daño, cuando ya no nos duele ni una pizca.

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La luz en la memoria de pronto viene e ilumina todo, cuando ese todo yace demasiado lejos como para intentar cambiarlo. Así era como la Dama Agatha Christie resolvía los crímenes en las historias de Mr. Quinn: repasaba un crimen que había sucedido hacía más de diez, quince años, y de pronto, de la nada, aparecía como un relámpago la verdad de lo sucedido, la solución a un caso que en su momento había parecido abismalmente oscuro. Y con esto salvaba vidas, y unía amantes, y ratificaba la inocencia de los condenados.

En mi caso, yo tenía un crimen mucho más modesto: resolver qué sucedió entre Caty y yo que no pudimos llegar a pactar una amistad. Porque no es que fuéramos enemigas. Durante los recreos pasábamos los largos minutos del descanso guarecidas en el salón, comiéndonos nuestro sándwich o nuestras patatas fritas, esperando. A veces mirábamos hacia la ventana, y acechábamos a quien llegara para que conversara con nosotras. A veces venía alguien—la profesora— a sacarnos del aburrimiento. A veces los minutos pasaban y la campana sonaba salvadora, e inmediatamente llegaba la turba de chicas y nos escondíamos entre la multitud.

No recuerdo demasiado que platicara conmigo, pero recuerdo algunos hilachos desmadejados de confidencias que me fue haciendo. Me contó que se mudaba mucho de casa, y que por eso había llegado a mitad del año a una escuela nueva, y que se iría pronto. También recuerdo que su madre la cuidaba mucho. Quizás estuviese algo enferma porque recuerdo que era demasiado delgada, que el uniforme rojo de la escuela le quedaba muy grande. O quizás su madre fomentaba la delgadez de Caty, y por eso la obligaba a no comer casi nada. Pero lo cierto es que no la rememoro almorzando con demasiado apetito.

No recuerdo mucho más de ella. Pero sí tengo la penosa certeza de que antes o después comenzó a ignorarme sutilmente. En cierto momento dejó de hablarme, y empezó a salir más en los recreos con una nueva amiga que consiguió, una chica intrascendente. Tras esto, yo también me armé de valor, y le pregunté a alguna niña si podía juntarme con ella en los treinta minutos que duraba el descanso. No creo que lo hiciera muy de buena gana, pero al final aceptó, y yo fui olvidándome de Caty, dado que dejamos de compartir esos lentos minutos en el polvoriento salón. Y nunca resolví por qué Caty me había dejado de lado en primera instancia, por qué nunca habíamos dado ese primer paso.

Pero el tiempo iba esclareciendo el crimen: hace muy poco, como aseveraba Agatha Christie, pude resolver aquello que yacía entumecido en mi memoria: la repentina antipatía de Caty. He aquí la razón, que he visto con mis ojos de adulta, con este nuevo fulgor de mi conciencia. Caty iba a cumplir años: cumplía diez u once años, y su madre, acaso para animarla por lo impopular que era en la escuela, había decidido organizarle una fiesta en el restaurante más famoso de aquella época: McDonald’s. En aquella época solo había dos sucursales en la ciudad, y los niños se volvían locos por ir a alguna en los días especiales. Caty tendría una fiesta en McDonald’s. Y su madre, aun no sé por qué (aunque quizás para incrementar su número de amigas pagándoles las hamburguesas, llevándoles al restaurante, y trayéndolas de vuelta, ¿quién no la querría después de eso?),  le había dado permiso de invitar a cinco niñas. Así que Caty había pensado bien la lista, había elegido a las más carismáticas, y su madre había hecho cinco primorosas invitaciones a mano, del tamaño de un separador de libros, con un payasito muy sonriente, y en un espacio subrayado el nombre de cada niña, escrito con la letra desigual de Caty. Lo sé porque ella me lo dijo, cuando me enseñó las invitaciones y me dijo en confidencia que cuando regresaran del recreo las invitaría personalmente. Yo no sé muy bien qué habrá pensado Caty de mí en aquel momento, solo sé que la interrogué sobre un par de detalles de la fiesta. Le pregunté, Y  quienes van a ir, y ella me fue enumerando a las amistades más codiciadas, Lorena, Maru, Alejandra, y otro par que ya no recuerdo bien, acaso Myriam y Verónica. Y luego miré las invitaciones quizás con tristeza, o quizás no, recuerdo que me consolé pensando que ya tenía una cita con una amiga del ballet, y me sentí mejor, y ya no quise inquirir nada más, y seguí paseando por el salón. Pero ahora recuerdo con precisión que Caty se volteó un par de minutos, como si sopesara algo, y que después me dijo suavemente, Toma, y en su mano estaba una invitación que tachaba Lorena y a un lado decía Paula, también con letra desigual. Y he aquí la razón por la cual Caty me guardó rencor desde ese día. Porque le di las gracias ceremoniosamente, no le dije nada más, y luego le escribí una carta donde le decía que no podía ir a su fiesta porque ya tenía un compromiso con otra amiga. Me esmeré por hacer una carta limpia, con buena letra, y durante unos minutos tuve una larga sensación de virtuosismo por cumplir con mi convenio previo aunque en el fondo ansiara ir al McDonald’s y compartir unas horas con las chicas guapas y populares de la clase, y con Caty. Pero ya sería otra vez, pensé, y le di la carta. No recuerdo si me quedé con la invitación que había tachado o se la regresé, pero lo que tengo por cierto es que Caty no la usó para invitar a esa niña, Lorena, y tampoco pudo tachar otra para invitarla, ¿qué hubiera dicho de ella, la reina del enjambre? Y recuerdo también que el día de su cumpleaños Caty solo pudo ir con cuatro niñas al McDonald’s. Y que después de eso siguieron sin hablarle.

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Veintitrés años después, he comprendido por qué Caty dejó de hablarme. Y solo hasta este momento he llegado a entender algunas piezas de ese tablero que se llama infancia. La luz del tiempo, libre de los pequeños detalles insignificantes, ha limpiado mi memoria dejando las cosas más esenciales —aunque no lo quiera—: Caty me evadía porque en aquel gesto estaba el primer paso: me había ofrecido su amistad, su alianza cómplice y yo —sin saberlo, lo juro— la había rechazado. El crimen está resuelto, ni Funes el memorioso podría ser más certero. Pero de qué me sirve ya, cuando yace demasiado lejos para cambiar algo. Nunca volví a saber nada de Caty. Y esa lejana memoria, ahora transparente y límpida, aun me sigue causando una cierta punzada de dolor.

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