Por: Marcos G. Mut
En uno de los cuentos de Chesterton, el protagonista cruza el parque de una vieja mansión inglesa y al respirar secretamente el aire oscuro de la noche, siente «el olor de algo que murió en el siglo XVIII; el olor de jardines húmedos y urnas rotas, de maldades que nunca serán corregidas, de algo que resulta incurablemente triste porque es extrañamente irreal». No hay mejor evocación para un siglo que las enciclopedias acostumbran a vincular con las nociones de ilustración y orden, aunque lo cierto es que a la manera delicada que le es propia, el siglo XVIII prefigura los esplendores del romanticismo. El quieto declinar del mil setecientos hace pensar en un crepúsculo que lentamente vela de tiniebla el cielo azul de la mañana. La insidiosa mancha de moho que rectifica la perfección del pie de una estatua o la furtiva grieta que traza su curso azaroso en la superficie de un mármol, cifran, a modo de símbolos, la compleja transición –primero, subterránea; más tarde, pública y feroz- entre una poética de lo racional y una poética sonámbula que vindicará los derechos de la imaginación. Es lo que va, en fin, de los radiantes edenes de Antoine Watteau a los paisajes funerales de Caspar David Friedrich. Toda una serie de figuras capitales ejemplifican esta época de tránsito hacia lo turbio, como de árbol visible que descubre la raíz de callada tiniebla que sustenta su vibrante alzamiento de ramas. Se piensa en las curiosas vidas del poeta William Blake o del teólogo Emanuel Swedenborg, donde convergen la gravedad y cierta errancia espiritual que acaba por lindar con el delirio o la quimera. Se piensa en ese modelo de ilustrado que fue el conde polaco Potocki quien, no obstante, escribió una novela ocultista y erótica, El manuscrito encontrado en Zaragoza, y se suicidó, tras la desilusión que le supuso la derrota de Napoleón en Waterloo, con una paciente bala de plata que él mismo había venido limando durante las muchas y largas noches que pasaba encerrado en su monumental biblioteca.
Y se piensa, finalmente y sobre todo, en los pioneros de la novela gótica, William Beckford, autor de Vathek, Horace Walpole, autor de El castillo de Otranto, Ann Radcliffe, autora de Los misterios de Udolfo, Matthew Gregor Lewis, autor de El monje, que representan la provincia más nocturna del siglo XVIII, la parte que ya limita y poco a poco se confunde con los eclipses de la razón del siglo XIX. Ninguno, sin embargo, tan decisivo como Edmund Burke.
En Edmund Burke conviven las dos corrientes del siglo XVIII. Para su tiempo y sus contemporáneos fue, por encima de cualquier otra cosa, un político liberal y un estudioso de la historia. A esta faceta cartesiana de su vida parece oponerse la umbría indagación estética que lo llevó a publicar Una inquisición filosófica sobre el principio de nuestras ideas de lo sublime y lo bello [1757], y que reveló a Edmund Burke como lo que, ahora, es para la posteridad: un arquitecto del horror, un escenógrafo del miedo. Basta enunciar la tesis central de su indagación estética para entender y justificar dicha definición: «Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime, esto es, produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir». Partiendo de esta genial hipótesis, Edmund Burke reunió un minucioso compendio de efectos sensoriales cuyo único propósito era provocar en el espectador el profundo terror necesario para alcanzar el estado de sensibilidad agudísima propio de lo sublime. El espectador que tiene en mente Edmund Burke ocupa el centro de un teatro. Una constante trama de fantasmagorías oprime su vista, su olfato, su oído, su tacto, su gusto y su entendimiento pero no los aniquila sino que, por el contrario, los conduce hasta esa sublime cota abisal del alma donde el terror es el placer más jeroglífico posible. Esta indagación sería, a la postre, el verdadero programa estético de los novelistas góticos posteriores.
Sus obras escenificarán la propuesta de Edmund Burke mediante paisajes naturales, siniestras relaciones familiares, graves puniciones físicas y morales y ruinosas arquitecturas llenas de trampantojos por las que deambulará una larga serie de galantes protagonistas perdidos en un ambiguo laberinto de pasillos, puertas y cámaras que, en el fondo, y acaso sin saberlo los propios autores, no es otra cosa que un evidente mapa oblicuo de las tinieblas interiores de la psique. Edmund Burke y los novelistas góticos edificaron el nuevo decorado de una nueva sensibilidad que problematizaba los límites entre terror y placer hasta el punto de asociarlos de manera indisoluble, dando lugar a la primera gran escuela de la literatura de terror.
El catálogo de efectos sensoriales que Edmund Burke pondera como posibles estímulos de lo sublime es tan minucioso como práctico. Es el cuaderno de notas de un director de escena que estudia con precisión la forma, intención y momento de todos y cada uno de los recursos con que cuenta para alarmar a los espectadores. Entre ellos, la luz, por la que parece sentir una especial querencia. «Para que una cosa sea muy terrible, en general parece que sea necesaria la oscuridad», afirmará como principio doctrinal. Y añadirá: «En lo concerniente a la luz, para hacer de ella una causa capaz de producir lo sublime, se tiene que acompañar de ciertas circunstancias, además de su mera facultad de mostrar otros objetos. La mera luz es una cosa demasiado común para causar una fuerte impresión en la mente, y sin una fuerte impresión nada puede ser sublime. Pero una luz como la del sol, inmediatamente ejercida sobre el ojo, por cuanto subyuga este sentido, es una gran idea. Una luz de fuerza inferior a ésta, si se mueve aceleradamente, tiene el mismo poder, ya que la iluminación es ciertamente una causa de grandeza, lo que aquella debe fundamentalmente a la extrema velocidad de su movimiento. Una rápida transición de la luz a la oscuridad, o de la oscuridad a la luz, tiene, sin embargo, un efecto mayor. Pero la oscuridad es más capaz de producir ideas sublimes que la luz».
A continuación, Burke considera las posibilidades de una exposición radical de los ojos a una fuente de luz como puede ser concentrar la mirada en el sol de mediodía y concluye que «la luz extrema, al superar los órganos de la vista, borra todos los objetos, de manera que en sus efectos se parece exactamente a la oscuridad».
La convergencia de luz y oscuridad cuando ambas se dan en extremo lleva a Edmund Burke a formular una teoría general de lo sublime que parece corresponderse con las pulsiones más íntimas de cierta modernidad en su opción de una busca radical de sensaciones inusuales como vía de individualización: «Éste no es el único ejemplo en que los extremos opuestos actúan igualmente a favor de lo sublime, que aborrece la mediocridad en todas las cosas». Hasta tal punto llega la preocupación de Edmund Burke por el manejo de los efectos que indaga, también, en la relación entre arquitectura y luz:
«Creo que todos los edificios calculados para producir una idea de lo sublime, deberían ser más bien oscuros y lóbregos. […] Se debería pasar de la máxima luz a la máxima oscuridad de acuerdo con las costumbres de la arquitectura». Y añade: «Los colores vivos o alegres (salvo tal vez un rojo fuerte que es alegre) no son indicados para producir grandes imágenes». Aporta ejemplos: «Una montaña inmensa cubierta de césped verde resplandeciente no se puede comparar en este aspecto con una oscura y lóbrega; un cielo nublado es más grandioso que uno azul; y la noche es más sublime y solemne que el día».
Mucho menos leído que los novelistas góticos a los que inspiró las inolvidables ficciones que les dieron la fama, prácticamente olvidado, Edmund Burke es el remoto precursor de una imaginería que arranca en el siglo XVIII pero que sigue vigente a día de hoy. «El color negro siempre tendrá algo de melancólico», afirma en un momento de su tratado. La privación de la luz fue una de sus obsesiones. Sintió profundamente el influjo de la oscuridad en el alma sensible. Amó los tonos apagados que predisponen a la nostalgia y a la ensoñación. Aborreció la luz común. Persiguió lo escondido, aquellos sitios que la luz no alcanza y permanecen ocultos o velados, a modo de enigma. En lo perdido, en el tiempo del pasado, allí donde la sola luz posible es la desvanecida luz de la memoria, en el país de la luna, tuvo su parvo edén de sombras: «No espero recibir nunca el mismo grado de placer de algunas obras geniales como el que sentí a cierta edad de piezas que mi juicio hoy mira como frívolas y despreciables», dijo.
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