Por: David G. Costa
El cielo siempre se me ha antojado como el sonido de un órgano conectado al cerebro emitiendo un acorde sintético, infinito y envolvente; la onomatopeya del sistema nervioso en constante vigilancia.
Está nublado, el gris del cielo es especialmente opaco, hace muchos días que la lluvia y la oscuridad han dejado en espera a la naturaleza. El agua es vida, cierto, pero fluye sin dirección ni finalidad alguna, todo está en un halo de confusión y afloran nuestros miedos y nuestra incertidumbre.
Grandes masas de agua en forma de algodón celestial empiezan a desplazarse, parece que huyen de algo, apresuradas, sin avisar; quizás porque en el horizonte ese acorde infinito crece en intensidad y emite un brillo esperanzador. En el cerebro se dibuja un sendero etéreo.
Desvelado un fondo azul y un destello que ciega, pero nos adaptamos rápidamente.
Columnas angulares, brillantes y rectilíneas. Hágase la luz, el sentido de nuestra vida, el objetivo ansiado del agua, la vida está marcada por su presencia en cualquier rincón, hasta la sombra no sería tal sin la luz. El crecimiento del árbol, el estallido de la flor,la sabiduría del girasol, la tonalidad de nuestra piel y rostro; señales inequívocas de que sin la orientación de los rayos de la luz (cualquier tipo de luz, incluso la artificial), nunca podríamos ser.