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A plena actividad de la retina
Cuando somos pequeños se nos advierte de no mirar fijamente a la luz del sol. De evitar a toda costa que su brillo lacerante nos penetre en la retina. Y nos ciegue.
Nos dicen que esa luz nos llega desde un astro incandescente en forma de pequeñísimos corpúsculos inyectados de fulgor, fotones danzarines que al chocar con la materia la dotan de personalidad lumínica, y de calor. Partículas brillantes que se muestran en colores sobre los objetos, que reflejan sobre ellos su interior cubriéndoles de distintas tonalidades, siendo el rojo el primero en hacerse visible, el que siempre avanza con mayor rapidez.
Nosotros miramos hacia el sol. Miramos hasta que el reflejo centelleante nos perturba y el párpado cede, y entonces se nos forman manchas de luz en la mirada, sombras blancas de cosas inexistentes, recuerdos, quizás, de algo que fue. Luz que en su profunda ambivalencia nos conduce más allá de lo que creemos que podemos ver.
Claridad cegadora.
Dilatación extrema.
Alucinación fugaz.
Con el tiempo aprendemos, también, que la luz en su justa medida nos permite ver las cosas como son en realidad, o que transforma lo invisible en lo evidente, o que en exceso nos anula la visión, impidiéndonos, a veces, ver nítidamente lo que tenemos delante.
La clave siempre es, ajustar con precisión la intensidad y regular el paso del claro al oscuro, porque la vida está llena de sombras, pero siempre hay un impulso que nos hace seguir, el interruptor encendido, o eso a lo que llamamos: iluminación.
Por: Fabiola Eme
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