Cuando Miklos chutó el balón contra el cristal de la ventana supo que el viejo Dámaso se enfadaría con él. Y así fue. Sus gritos le llegaron antes de que el viejo abriera la puerta. Allí de pie y enfundado en una vieja bata a cuadros gesticulaba hacia la ventana destrozada cuyo vidrio se esparcía por la nieve recién caída.
-Lo siento, yo no lo hice queriendo, pero es que no sé controlar la pelota y… – Miklos enmudeció ante la mirada de Dámaso. Lo sintió ahora muy cerca y percibió el vaho que le envolvía el rostro. Un vaho agitado y cansado. Cerró los ojos, pero aún apretándolos con toda su fuerza, se le escaparon las lágrimas.
– Está bien muchacho, me deberás pagar la reparación. Oh, sí. Hablaré con tu padre pero deja de gimotear como una mujer, maldita sea. – Dámaso levantó ligeramente el pie izquierdo y sintió la zapatilla fría y mojada. Se giró hacia la casa y volvió a ceñirse la bata. Miklos observó la delgada caballera blanca y despeinada que le rozaba la nuca. Estuvo a punto de huir corriendo, pero permaneció inmóvil, callado hasta que en un impulso corrió hacia la ventana, recogió los cristales del suelo que con mucho cuidado dejó apartados en la esquina. Recogió el balón y con la cabeza baja se dispuso a marchar. Temblaba.
– ¿Y tu abrigo?
– Me lo dejé en el colegio -Miklos seguía cabizbajo. Dámaso observó la coronilla revuelta, el pelo lacio, apagado.
– Entra, maldita sea. Te voy a preparar algo caliente. Entra o me arrepentiré.
Miklos obedeció y dejo rodar el balón despacio hacia el recibidor. Nunca había estado en casa de Dámaso, su madre le decía que era un anciano malhumorado y que de noche bebía. Siguió el rastro de las zapatillas y alargaba las piernas para que sus pasos coincidieran con las pisadas mojadas. El viejo lo hizo sentar sobre un taburete cerca de la mesa y le preparó un vaso de leche caliente, una rebanada de pan untada en aceite y luego le ofreció una onza de chocolate negro. Miklos comió rápido. Cuando el viejo le retiró el plato, Miklos se apercibió de que había restos de pintura en sus zapatillas.
-Están limpias, pero la pintura cuesta que marche, maldita sea – carraspeó Dámaso.
-¿Usted pinta?- Miklos le preguntó con la boca llena y los labios manchados de leche – ¿Qué pinta? ¿Casas, animales, personas…?
-El movimiento- Dámaso volvió a carraspear
-¿El movimiento? ¿Como se puede pintar eso? ¿Pinta a alguien que corre?
-También, pero sobre todo, el movimiento en lo que a primera vista parece quieto- Dámaso permaneció de pie, rascándose la barba. –Ven, maldita sea, te enseñaré lo que no te cabe en tu cabeza hueca.
Dámaso lo guió fuera de la cocina, recorrió el pasillo y abrió la última habitación. Encendió la luz. Rebuscó entre algunos lienzos y se decidió por uno algo más grande que los otros.
– ¿Ves esta flor? Aquí está el movimiento. – Dámaso parecía sonreír.
– Pero si la flor no se mueve, está quieta– Miklos entornaba los ojos y ladeaba la cabeza.
-Tu no puedes ver el movimiento en sí porque el movimiento es un cambio de posición. A ver como te lo explico cabeza hueca: el movimiento se encuentra entre dos instantes, como por ejemplo, en ese momento en que la flor se abre al alba. Todo se mueve en el tiempo y es hermoso dibujar algo que crees estático pero que en el fondo no lo es. Nada lo es. Es la marcha de la vida, por que todo cambia y nada permanece. Imagínate una vela encendida, tampoco se mueve de sitio y sin embargo cambiará porque la cera se irá derritiendo.
-Bueno sí lo entiendo, pero no veo por qué se tenga que pintar. ¿Qué más da?
-Porque el movimiento es todo, cabeza hueca. No entiendes que sin él nada sería como es. No habría estaciones, ni flores. El mundo no rodaría y no existiría y ni tu ni yo estaríamos hablando ahora. Nuestra naturaleza está en el movimiento.
-Ah… – Miklos parecía interesado.
El viejo le siguió enseñando otros dibujos –Aquí he pintado a una mujer embarazada a punto de dar a luz, me interesa estimular la imaginación del cambio. ¿A que ya te imaginas el bebé? – y le seguía hablando y explicando y a Miklos ya no le parecía el abuelo malhumorado y empezaba a sentirse a gusto allí.
Miklos hurgaba en la nariz. –En clase de dibujo pintaré un cowboy que dispare con un revolver y le diré a la profe que he pintado el movimiento. -Miklos reía a través del diente que le faltaba.- ¡Me subirá la nota! ¿Y cuando pintará algo diferente?
Dámaso alzó los hombros, sonreía de nuevo –Buena pregunta. La verdad nunca me lo he planteado. Tal vez cuando sea más viejo todavía y cuando me cueste moverme, entonces recordaré que nada se para. Quién sabe.
-Pues mi padre dice que yo me muevo mucho también. ¿Quieres dibujarme?
Dámaso se rascó la barba. Su mirada parecía más joven, como si se divirtiera. Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie y aunque el chico no le acababa de entender le había gustado compartirlo.
-Tal vez otro día me inspire en ti. Venga, maldita sea, es tarde y te estarán esperando. Y recoge tu abrigo, que cojeras frío.
Cuando acabaron y el viejo le acompañó a la puerta, le sonrió – Espero que te hayan servido de algo mis explicaciones, cabeza hueca.
-Si, señor. He entendido lo del movimiento y estoy contento porque ahora sé que no se puede enfadar conmigo por la ventana. La pelota también estaba en movimiento. Miklos se anudó la bufanda.
– Maldita sea, cabeza hueca. Véte.
Miklos recogió el balón. Detrás Dámaso reía fuerte, muy fuerte. Lo despidió con la mano. Luego volvió a nevar. Mañana la casa será otra, pensó y cerró la puerta.
Por: Marimen Ayuso