EL MOVIMIENTO ES IMPOSIBLE, DIJO ZENÓN DE ELEA

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En 1932, Borges propuso la siguiente hipótesis: «Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso». Ensombrecida por hipótesis más alarmantes –aquella, por ejemplo, que describe la elegante naturaleza del aleph o punto del espacio donde están todas las cosas del universo vistas desde todos los ángulos posibles-, la hipótesis de un orbe aquejado de grietas que documentan la secreta falsedad de su cimiento y amenazan con desfondarlo puede resultar poco o nada ilusionante. Perdida la esperanza de alarmar, le queda la modesta posibilidad, no obstante, de promocionarse a definición de la literatura fantástica como el género que por excelencia nos reconcilia –con el horror, con la felicidad de quien desarma un teatro de sombras– con el natural territorio de sueño que es el mundo. Las insidiosas imaginaciones de la literatura fantástica –sin exclusión de sus más notorias ramas: la filosofía y la teología– descubren, denuncian y desbaratan la ficción del mundo y restauran el perdido sabor de un primer paraíso. Son el agua en la garganta de la sed. La historia de la literatura fantástica registra los nombres de quienes han sabido evidenciar la trama de tiniebla del mundo para rescatar la escondida luz de lo imaginario. Entre los primeros nombres de dicho registro figura, sin duda, Zenón, de quien Borges siempre admiró las paradojas que urdió con el propósito de negar el tiempo, la pluralidad, el espacio y el movimiento. Especialmente feliz le parecía a Borges la fábula de la carrera entre Aquiles y una tortuga que sirve de ilustración a la paradoja que niega el movimiento.

Aquiles, el más veloz de los griegos, participa en una carrera en la que se enfrenta a una tortuga. Consciente de la superioridad manifiesta de su zancada, Aquiles concede a la tortuga diez metros de ventaja. La carrera da inicio. Y entonces sucede el adverso milagro: mientras Aquiles recorre los diez metros de ventaja que le ha concedido a la tortuga, ésta recorre un metro; mientras Aquiles recorre ese metro, la tortuga recorre un centímetro; mientras Aquiles recorre ese centímetro, la tortuga recorre un milímetro, y así sucesivamente, de manera que Aquiles jamás logra dar alcance a la tortuga por más que corra. «El movimiento es imposible (argumenta Zenón) pues el móvil debe atravesar el medio para llegar al fin, y antes el medio del medio, y antes el medio del medio del medio y antes…», escribe Borges.

La paradoja de la flecha no es menos impostora ni perfecta. Esta paradoja supone el lanzamiento de una flecha en el aire limpio de la mañana. Increíblemente, la flecha no se mueve sino que se multiplica en una sucesión de flechas en reposo que ocupan todas las posiciones de la parábola entre el arco y el lugar donde acaba por clavarse. Se piensa en los quietos fotogramas fantasmales que generan la ilusión del movimiento en la precaria retina del espectador, en el estudio de Duchamp sobre los diferentes puntos que ocupa una figura humana al descender por una escalera, en las fantasmales cronofotografías victorianas realizadas por Eadweard Muybridge. A pesar de las muchas refutaciones, las paradojas de Zenón que niegan el movimiento no han dejado de ejercer la fascinación propia de todo abismo. Como la mejor literatura fantástica, son una irreparable y grave disidencia de la realidad. Borges las redescubrió y las vinculó con la obra de Kafka en uno de sus ensayos capitales, «Kafka y sus precursores», pero con anterioridad les había dedicado dos tempranas notas admirativas. La primera, «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga». La segunda, «Avatares de la tortuga», que se abre con la siguiente advertencia, las canonizaba dentro de una poética de lo infinito por la que Borges siempre sintió una notoria querencia: «Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito».

El cíclico redescubrimiento de las paradojas de Zenón es, desde entonces, uno de los hábitos del pensamiento occidental moderno. Desde Borges, el especioso hechizo que las informa ha ocupado la imaginación de filósofos y hombres de letras. De todas las reformulaciones que de las mismas se han llevado a cabo, ninguna tan acabada como la colección de cuentos Tiempo cero que Italo Calvino publicó en 1965. Se trata de cuatro narraciones donde las aporías eleáticas entroncan con la perspectiva posmoderna de Calvino para resultar en una serie de rigurosos ejercicios narrativos que constituyen una verdadera poética del movimiento como concepto filosófico. Es, asimismo, una de las contribuciones definitivas a la literatura fantástica contemporánea.

La primera narración de la colección, «Tiempo cero», es la puesta en escena de la paradoja de la flecha. El escenario es africano; los protagonistas, un cazador, un león, la flecha que atraviesa el aire; el resultado, una teoría general del movimiento que incluye la posibilidad de un tiempo oscilante que fluye desde el futuro hacia el pasado y del pasado hacia el futuro como un péndulo en cuyo arco el presente ocupa un borroso punto intermedio difícil o imposible de determinar. Se discute, también, la idea de los universos paralelos, donde cazador, león y flecha agotan, simultánea y eternamente, en una especie de hermoso estatismo alucinatorio, toda la combinatoria que resulta de sus relaciones mutuas.

La segunda narración, «El seguimiento», es una elegante partida de ajedrez donde perseguido y perseguidor maniobran en medio de un atasco de tráfico con el propósito de darse muerte uno al otro. Nada sabemos del odio que los instiga. Tan sólo asistimos al laberinto de marchas y contramarchas que tejen entre los anónimos conductores que los cercan y los limitan. Sus respectivos coches dibujan una trama de movimientos que es, a la vez, el diseño de su persecución y un mapa de la imposibilidad humana por dar con una salida al enigma de las leyes físicas que ordenan el universo. La transformación progresiva de una acción cotidiana aparentemente inocua en una sucursal del horror es el tema central de la tercera narración, titulada «El conductor nocturno». Dos amantes salen a la carretera en plena noche para encontrarse y reparar las consecuencias de una discusión telefónica casual. Lo que en principio es un sencillo ejercicio de mecánica –esto es: desplazarse en coche, en plena noche, por una recta carretera, entre el punto A y el punto B- acaba por usurpar la desesperada minuciosidad de lo infernal.

Sabemos que el encuentro entre los amantes es imposible porque algo que el azar o la magia no alcanzan a nombrar los separa para siempre, pero ellos, empujados por la ruina de su pasión, insisten en encontrarse, para lo cual se pierden en exasperantes cálculos de distancia, velocidad y dirección con el fin de encontrar una clave que explique el desencuentro al que están abocados.

La narración remite a las breves fábulas de Kafka sobre la imposibilidad de cumplir ciertas acciones cotidianas cuya ejecución se posterga infinitamente. La pieza que cierra la serie es la joya de la colección y una obra maestra de lo fantástico. El Conde de Montecristo es una lectura posmoderna de la novela de Dumas: los planos del autor, del lector y de los personajes se entrecruzan con el fin de problematizar los límites entre ficción y realidad. El pulso de la novela de aventuras original convive con el vértigo de la conjetura sobre la posible suspensión de las leyes físicas que rigen nuestra idea del movimiento, el tiempo y el espacio. En el castillo de If que revisita Calvino, dichas leyes parecen quedar en suspenso y revelan la inoperancia que las sustentan. El movimiento se multiplica en toda una serie de opciones heterodoxas que, a su vez, modifican las consecuentes nociones de espacio y tiempo. Se produce una inversión del paradigma físico conocido en favor de un nuevo modelo de insospechados esplendores. Todo lo que ocurre en la narración conspira contra el mundo tal y como lo conocemos. Corresponde, por pleno derecho de perfección, a uno de esos intersticios de sinrazón aludidos en la hipótesis de Borges. Lúcidas, atroces, ecuánimes en su denuncia del precario orden físico que rige nuestro mundo, las cuatro narraciones de Tiempo cero tienen su preciso lugar en la larga tradición de especulación filosófica que nutre una buena parte de la mejor literatura fantástica de todos los tiempos.

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por: Marcos G. Mut

Leer más en: No. 1 MOVIMIENTO

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