El temblor es de los muertos,
de los amortajados viejos;
bajo la polvareda se estremecen
sus vientres blancos, nevados,
el miedo en las cuencas,
las palpitantes locomociones,
el descontrol de los miembros,
de húmeros y peronés que patalean.
Y el vaivén de los cuerpos
que buscan huir,
que cierran sus dedos
y aferran las amplias paredes
de satinado techo y madera.
La humedecida cabellera y la nuca
retiemblan también:
el ritmo acartonado,
el un-dos-tres de osamentas,
que ensordece,
que violenta el reposo obligado.
¿Y los vivos?
Por: Paula Arizmendi Mar
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