Por: Rafael Buzón
Todo está en movimiento, todo cambia de una forma constante, lo que es en este momento nunca más volverá a ser de igual forma. Según Heráclito, el equilibrio total del cosmos se mantiene por la interacción sin fin de opuestos, de manera que un movimiento en una dirección genera otro en la dirección contraria, al igual que en la música los intervalos disonantes tienden a resolverse en sonidos más estables.
Los humanos tenemos una relación ambivalente con el movimiento, por un lado nos fascina, por otro lado nos aferramos a la ilusión de seguridad que nos proporciona la quietud absoluta, a menudo queremos que todo permanezca tal y como lo hemos conocido siempre. Inaugurando un debate que llega hasta nuestros días, Heráclito y sus contemporáneos de la Grecia del siglo V a.c. ya se preguntaban hasta qué punto la naturaleza cambiante del mundo es compatible con la idea de una identidad permanente, o dicho de otro modo ¿yo soy el mismo que cuando tenía cinco, ocho, quince, o veintitrés años?
Heráclito utilizó la famosa metáfora del río para ilustrar su doctrina: A saber, “ningún hombre baja dos veces al mismo río”, pues tanto el río como el hombre, —que no dejan de ser el mismo río y el mismo hombre— han cambiado, sin embargo, casi por completo. Aunque una parte del río (y del hombre) fluye y cambia, el cauce permanece siempre inalterado. Varios siglos de reflexión filosófica más tarde, a finales del XIX, William James recogía el testigo y acuñaba el término stream of consciuosness para intentar explicar un concepto de subjetividad que se aleja de la identidad fija y pasa a ser percibido como un magma fluido, fragmentado y discontinuo.
La música comparte con nosotros, los humanos, una naturaleza paradójica. Como nosotros, la música es una forma necesariamente efímera cuya esencia es su propia transmutación constante a través del movimiento. Quizá por eso ejerce sobre nosotros un influjo tan poderoso. Quizá, en medio del vértigo que provoca un mundo en cambio continuo, encontramos cierta paz en la contemplación del reflejo sonoro de ese stream of consciousness que aunque muta incesantemente, sigue conservando su esencia. Probablemente ninguna otra actividad humana representa mejor el movimiento que la música. La música es en esencia movimiento. Se apodera de nosotros sin dejarnos escapatoria, nos hipnotiza, mueve nuestro cuerpo y conmueve nuestro ánimo, y da lugar a la máxima expresión del movimiento estético, la danza.
Cortázar describió en “El Perseguidor” el estado de trance que provoca la fusión absoluta de una persona (en este caso el personaje protagonista Johnny Carter, inspirado en Charlie Parker) con la música: “Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo puedo decir así. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión. Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mí no vas a decirme que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la hipoteca y la religión cuando terminaba de tocar.”
Las infinitas variaciones y versiones que podemos escuchar de una misma composición dan cuenta de que la música, como el río de Heráclito, fluye sin cesar, mutando constantemente, y aún así o quizá precisamente por ello, conservando su identidad. Un buen ejemplo lo tenemos en la infinitas deconstrucciones de un mismo tema que una banda de jazz puede ensayar y entrelazar, retorciendo, desplazando, o recortando y ampliando los motivos musicales, lo que a menudo nos lleva a preguntarnos hasta qué punto el tema sigue siendo el mismo, y a los oyentes no familiarizados con el lenguaje jazzístico a expresar su desconcierto: ¡Pero si están tocando todo el rato lo mismo! Incluso la jerga que utilizan los músicos para comunicarse entre ellos recurre constantemente a términos que, a falta de palabras que puedan explicar satisfactoriamente la abstracción de la música, remiten al movimiento: escala, resolución, fuga, dinámica, movimiento, o “da capo”. Como ejemplo, la descripción del comienzo de la opera Salomé de Richard Strauss según el crítico músical del New Yorker, Alex Ross en su libro “The Rest is Noise”:
“Desde el comienzo nos vemos inmersos en un ambiente en el que los cuerpos y las ideas circulan libremente, donde se juntan los contrarios. También se dejan sentir el brillo y ajetreo de la vida urbana: el aire desenvuelto con que se desliza el clarinete apunta al futuro carácter jazzístico que sirve de pórtico de la Rhapsody in blue de Gershwin. Esta pequeña sucesión de notas nos transporta de manera especialmente intensa a la mente de alguien que está mostrando todas las contradicciones de su mundo”.
Pero ya basta de reflexión por ahora. Como dijo Frank Zappa: hablar de música es como bailar de arquitectura, así que acercaos a vuestro equipo de música, subid el volumen y danzad, malditos!
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