En el inicio de “Las armonías de Werckmeister” (Bela Tarr, 2000), nos encontramos con una particular representación del cosmos. Estamos en un bar a punto de cerrar. Uno de los clientes cae al suelo borracho. De hecho todos los parroquianos tienen el aspecto de haber estado bebiendo durante horas. El propietario les pide que vayan saliendo, pero antes uno de ellos le pide que deje a Valuska que les enseñe su “espectáculo”. Entonces este último coge a un par de representantes de entre los clientes del bar y los sitúa en el centro. Uno encarnará al sol, otro, rotando y moviéndose alrededor del sol, representará a la tierra. Antes de empezar, este introduce su pequeña representación: “Lo único que os pido es que caminéis conmigo por el infinito, en el que constancia, quietud y paz, forman un reinado infinito, vacío. Imaginad ésto en ese infinito sonoro”. Otro Hombre-luna se une a la representación. Valuska guía los movimientos torpes de los hombres del bar: oímos sus pasos, su deslizar sobre el suelo del establecimiento, el arrastrar de sillas y mesas creando una base percusiva desordenada. Tras una pausa producida por un eclipse total de sol, se hace presente la música en la secuencia y el movimiento de las “esferas” se reanuda, sumándose ahora todos los presentes. Todos giran alrededor del sol, chocando unos con otros, tropezándose, mareados. La propia cámara “rota” en un travelling circular como si fuera uno más de los “planetas”, dando visibilidad desde dentro mismo de la pequeña y confusa puesta en escena. También este movimiento de traslación de la cámara estará presente más adelante, en el discurso del musicólogo sobre las armonías de Werckmeister, como si el elemento rotativo conformara el resto-reminiscencia de una concepción cosmológica que va llegando a su final. Mediante este pequeño “esquema” representado, verá la luz una imagen del cosmos que resonará a través de todo el film.
Aquí es preciso hacer un aparte para ver que implicaciones tiene esta visión cosmológica en la película. La voz “cosmos” hace referencia a un “todo ordenado”, a un conjunto de movimientos en armonía que remiten a un orden subyacente y elemental. Este orden halló un fundamento “empírico” en la propia investigación musical de la escuela pitagórica y en el descubrimiento del sustrato material, cuantificable, de las tonalidades: “Sin estar en condiciones de determinar las vibraciones que produce cada sonido, podía medir las fuentes materiales del sonido, la cuerda en vibración; y un algo hasta entonces inalcanzable, indeterminado por decirlo así, espectral, se había sometido a reglas y leyes e incorporado a la esfera de las magnitudes tridimensionales”1. Los sonidos se veían referidos a “relaciones numéricas, claras precisas”2”. Determinación de lo indeterminado, regulación de lo en principio indiferenciado: Esta sumisión a reglas y leyes3 nos muestra un proceso análogo al paso del caos al cosmos en la esfera mítica griega y el inicio de una cosmovisión creadora de un “mundo”. Lo que Sartre llamaría “conciencia posicional del mundo”, el ser consciente del lugar histórico en que uno es, marco cultural y semántico –fenomenológico, a fin de cuentas- en que se abre el horizonte de la propia vida, de la propia existencia.
Por otro lado, el orden y la legalidad siempre se asociaban en la antigüedad clásica a lo divino. En el dialogo “las leyes” de Platón Clinias se pregunta si no es fácil aseverar con verdad si existen Dioses ya que “ahí están la tierra y el sol y las estrellas y el universo entero y las estaciones tan hermosamente ordenadas y distribuidas en meses y años.”4 El carácter cíclico de lo estacional abría una esfera de predictibilidad y de conocimiento que ajustaba la acción humana a los ritmos naturales. La actividad humana adquiría un sentido último en la repetición de las estaciones, lo que llevaba a otorgar ese carácter divino a lo ordenado, al cosmos, que significaba el regreso alternado de lo mismo. El trabajo agrícola quedaba subsumido al movimiento de las primeras esferas, todo acto tenía una reverberación cósmica: cada pequeña acción quedaba enmarcada en un macrocosmos que la comprendía y significaba.
Este orden, esta “divinidad” de los procesos cósmicos, indicaba a su vez una sabiduría, un intelecto, que regía los movimientos del cosmos5. A través del propio movimiento Platón llega a la causa primera y eficiente del movimiento de las esferas celestes y, en último grado, de la naturaleza. Hay, afirma Platón, cosas que mueven y son movidas por otro, y cosas que mueven a otro y se mueven a sí mismas. Estas últimas han de ser anteriores a las que son movidas por otro, por tanto, la causa primera del movimiento debe residir en lo que se mueve por sí mismo y con ello mueve, en segunda instancia, otros cuerpos. El automovimiento, asimismo, define a la vida, es la esencia de lo vivo según Platón y en casi la totalidad del pensamiento griego. Considerando además que para Platón el principio de ese movimiento reside en el alma, que es un principio vital -donde rige el automovimiento- anterior al cuerpo.
El universo, vemos entonces, está animado, regido por una alma intelectiva (sabia) que ordena los ciclos terrestres6. Automovimiento, alma y vida en su expresión elemental subyacen a este cosmos “perfecto”7. Este alma-principio se identifica con lo bueno-bien, por lo que Platón intenta identificar ésta alma/s con Dios/es, identificando cosmología y divinidad: “Pues entonces, con respecto a los astros todos y a la luna y a los años y meses y a las estaciones en general, ¿qué otra cosa diremos que esta misma, es decir, que, una vez que ha resultado que es un alma o varias almas las causantes de todo ello, almas buenas en cuanto a toda virtud, habremos de convenir en que ellas son dioses, y ello tanto si es residiendo en cuerpos, como en el caso de los animales, o de otra manera cualquiera como ponen orden en el universo entero? ¿Habrá quien, conviniendo en esto, soporte el oír que no está todo lleno de dioses? No hay nadie, extranjero, que esté tan mal de la cabeza”8.
Por su parte Aristóteles situaba en un mismo sistema cosmológico la perpertuidad del movimiento de la generación y corrupción (de la naturaleza), con la perpetuidad de movimiento del primer móvil, o primer cielo (movimiento eterno uniforme) y éste, a su vez movido por el motor inmóvil, causa agente de todo movimiento. Este motor inmóvil mueve a través de lo deseable y lo inteligible, y tiene el carácter de bien supremo que es sustancia simple en acto. Mueve éste en cuanto “amado”, en cuanto “fin”, de acuerdo al carácter teleológico de la filosofía de Aristóteles.
En Aristóteles todo movimiento proviene de esta sustancia eterna, inmóvil, que es acto puro, agente siempre en acto, que es a su vez lo deseado (o lo amado), y puro entendimiento o intelección. Este entendimiento “perfectísimo”, causa primera del cosmos, le hace identificar al motor inmóvil como “vida perfecta”, principio de lo vivo, puro acto de vida causa de toda vida potencial. Asimismo en la “teología” aristotélica este principio se identifica con lo divino.
Esta es la imagen-esquema cosmológico que “habita” en el interior de Valuska y que está como trasfondo, como “edad de oro” perdida –en que el hombre estaba integrado en un todo ordenado-, en Las armonías de Werckmeister. Resuena asimismo en las palabras del musicólogo cuando afirma: “para la mayoría la tonalidad musical pura es una simple ilusión y los intervalos musicales verdaderamente puros no existen. Aquí tenemos que reconocer que aquellos tiempos eran más afortunados que los nuestros, aquellos de Pitágoras y Aristóxenes, cuando muchos antepasados se satisfacían con el hecho de que sus instrumentos puramente afinados solo podían ser tocados en algunos tonos, ya que no les inquietaban las dudas, para ellos las armonías celestiales provenían de los dioses”. Se trataba de una cosmología pura, divinizada, eterna, donde todo se subsumía en un conjunto autoincluyente y perfecto en sí mismo. Un cosmos musical “que era una danza” 9 alumbrando sentido sobre las obras y los actos humanos, una belleza-bien pura dominando una creación viva, potente y situada en una aspiración ascendente.
Esta visión cosmológica es la que entra en un proceso de pérdida irreversible en las armonías de Werkmeister. Hecho que ocurre a partir de la llegada del “príncipe” –un enano circense que es a la vez una especie de carismático déspota Nietzscheano- en un espectáculo itinerante. En el inicio de la película, a través de esa entrañable ingenuidad de Valuska de intentar materializar un cosmos puro y eterno con los castigados y alcoholizados cuerpos de los borrachos del bar, ya se anuncia la tragedia que se hará visible con el estallido de violencia posterior. Tragedia que es la descomposición de una imagen, de un ideal -e incluso de aquello que posibilita la vida misma- y que dejará al protagonista en estado de catatonia. Valuska ha sido “vaciado” de esa imagen interna que proyectaba al inicio del film, despojado de “infinito”, de eternidad. Podría decirse que su inocencia consistía en tratar de introducir una antigua visión de pureza en una realidad demasiado degradada para que pueda brotar en condiciones. La película en sí, y la fatalidad del protagonista, parece residir en el rechazo de un marco de sentido universal por una realidad estéril, empobrecida, y con ello la muerte de esa privilegiada, pretérita, “conciencia posicional del mundo”.
Asistimos en el film en cierta manera al desgarro de las ideas-formas, un “paraíso” de orden cósmico-intelectual, a causa de una materia –sin vida, des-animada por su desconexión de ese suelo nutricio que representaba la cosmología antigua en estado de degradación irreversible. Las ideas “belleza”, “eternidad”, “pureza” o “armonía” se corroen por la acción del tiempo y la violencia humana, entrando en ese estado de atonía que caracteriza algunas imágenes de la modernidad. Se pierde un paraíso, una supuesta “edad de oro” del hombre, una forma-imagen del alma que integra al hombre en una realidad armónica de orden superior. De la misma manera se disipa un “hogar” en el cosmos. Nos situamos ante la pérdida de un estado-forma del alma en relación al todo: la puerta del sinsentido queda abierta. La realidad, la tierra, entra en un proceso de descomposición irreversible.
Bela Tarr aparentemente hace referencia al movimiento de las esferas celestes para denunciar esa especie de abismo acósmico que se abre en el hombre contemporáneo. Se produce en este nuevo espacio humano una de-sustanciación de la realidad, una pérdida de ánima y energía, un empobrecimiento progresivo del propio material orgánico: la vida pierde su núcleo de cohesión orgánica. El hombre es “expulsado” de un pasado en que el individuo está en comunión con el todo. En la visión del director húngaro, el hombre contemporáneo, tras la “muerte de Dios”, parece entrar de nuevo en una “condición miserable” , Tarr utiliza la figura del Nietzsche y la declaración oficial de la “muerte de Dios” para marcar ese cambio drástico en la historia espiritual del hombre. Ecos de algunos pasajes de la filosofía nietzscheana se filtran en el discurso del príncipe que habrá de sumir el pueblo de Valuska en una espiral de violencia: “Sólo el príncipe ve el conjunto, y el conjunto no es nada. Totalmente en ruinas, lo que construyen y lo que construirán, lo que hacen y lo que harán, son engaños y mentiras. Todo aparece medio completo. En ruinas todo está completo. (…) Les aplastaremos con nuestra furia ¡seremos implacables! ¡El día ha llegado! No quedará nada. ¡La furia lo supera todo! ¡Su oro y su plata no podrán protegerles! ¡Nos haremos con sus casas! ¡El terror está aquí!” El príncipe busca llevar a cabo su peculiar inversión de valores, que pasa por la demolición de toda verdad previamente establecida, de toda certidumbre, tanto si es falsa como verdadera, ya que ni la verdad ni el error tienen ningún sentido en un universo dominado por la pura voluntad de poder, por la liberación de la propia pulsión destructiva.
Así que, en definitiva, uno de los aspectos que vemos es la íntima relación de una cosmología u otra, o su ausencia, con cada mínimo acto humano. Correlación de cosmos y ética, cuyo conflicto no se puede resolver empíricamente, sino que es esencialmente un conflicto del alma humana, elemento vehicular entre las macroestructuras del universo y el mundo humano. Un par de cosas parecen quedar claras para Béla Tarr: Sin el subyacente movimiento de las esferas celestes, el mundo se pudre. Y Sin alma (principio auto-moviente, principio vida) el hombre es un reflejo pálido de sí mismo. Una adecuada cosmología es un suelo fértil y propicio para el “brote” del hombre. La cuestión del sentido, pues, no es un asunto meramente intelectual, sino que tiene que ver con la propia naturaleza, la potencia, el esplendor de lo vivo.
por: Marc Samper
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1 y 2 Gomperz, Th. Pensadores griegos. Herder, 2010. Barcelona. Pág. 145.
3 Gomperz concluye, en referencia a la relación de cosmos y música, que “la bien fundada premisa de riguroso orden y legalidad que requería el cosmos podía aplicarse en el círculo de los pitagóricos casi exclusivamente a relaciones geométricas, aritméticas y, de acuerdo con el punto de partida acústico de su teoría natural, musicales. A éstas se les atribuyó una sencillez, una calidad geométrica y armónica sin discontinuidad”. (Íbid). Pág. 162.
4 Platón. Las leyes. Alianza Editorial, 2008. Madrid. 886a.
5 “Hay en el universo gran cantidad de ilimitado y suficiente límite y además de ellos una causa no mediocre que ordena y regula años, estaciones y meses, llamada con toda justicia sabiduría e intelecto” Platón. Filebo. Losada, 2013. Madrid. 23 c-d.
6 “El alma se nos revela con toda propiedad como anterior a todo, pues resulta ser principio del movimiento” Leyes 896b-c. Platón.
7 “ El alma, pues, dirige cuanto hay en el cielo, en la tierra y en el mar con sus propios movimientos a que damos los nombres de «querer», «observar», «prevenir», «deliberar», «opinar recta o falsamente», de «alegría», «dolor», «confianza», «miedo», «odio», «amor»” Platón. Las leyes. Alianza Editorial, 2008. Madrid. 886a.
8 Platón. Las leyes. Alianza Editorial, 2008. Madrid. 886a.
9 “El curso circular de los cuerpos cósmicos divinos, aumentado al sagrado número de diez por la presunta antitierra, fue llamado una <<danza>>. Al ritmo de la danza de las estrellas se unía el incesante caudal de sonidos nacidos de esta misma revolución y que, bajo el nombre de armonía de las esferas, es tan conocido y tan notorio”. Gomperz, Th. Pensadores griegos. Herder, 2010. Barcelona. Pág. 160.