Por: Enrique Rivero
1.
No existe nada que permanezca inmóvil, inmaculado o eterno. Todo fluye, cambia, se transforma, se vuelve otro. Ya lo decía claramente Heráclito, “el Oscuro”: lo único que permanece es el cambio. Tal vez aquí se encuentre el origen del mal, o quizás del dolor. No podemos mantener nada en calma, inmutable, seguro. Esa es paradójicamente la característica primordial del orbe: su eterna transformación. El mundo nos muestra, cínico, una realidad convulsa que se somete inevitablemente al cambio, al movimiento constante e indómito. Lo que en un momento fue lozano y jubiloso acaba siendo devorado por el tiempo, por la mutación siniestra que conduce al aniquilamiento, a la desaparición inminente. El mismo yo está condenado a esta infinita transformación, a esta mutabilidad constante e irrefrenable.
Así como la naturaleza persevera en la existencia, el hombre intentará persistir en el tiempo. Pero la tragedia del ser humano es su finitud y, sobre todo, la conciencia de ésta. El hombre sabe de su temporalidad y aún así insiste en la permanencia. La vida es finita: por ello arrastra al sufrimiento, pues es la lucha encarnizada por un proyecto fallido. Desde esta perspectiva, el ser humano se enfrenta a dos destinos infaustos: por un lado, un mundo en constante oscilación, en el que él mismo se transforma incesantemente; por otra parte, la conciencia de la muerte. La muerte, que en última instancia parece ser la realidad sin tiempo, sin cambio, sin eventualidad, sin signos de variación. ¿Será la muerte la verdadera inmutabilidad, la verdadera eudemonía de los seres inanimados? ¿Será acaso la muerte el reducto de lo permanente, de lo seguro, de lo eterno? Si es así , ¿entonces por qué nos aferramos a la vida?
2. Por placer.
Por placer nos aferramos a la vida. Más allá de la incertidumbre, de la finitud, del cambio, e incluso de la muerte misma, está el placer. Es él quien nos aleja de la tentación de volver a lo inorgánico, quien nos mantiene reticentes ante la urgencia de nuestra obligada disolución. Nuestra existencia cobra sentido y se afirma en el placer. Sin embargo, tal afirmación no escapa a las reglas de la existencia: no hay placer sin dolor, decirle sí a la vida supone aceptar no solo el gozo, sino también el omnipresente sufrimiento. Ya lo dice Friedrich Nietzsche: “Tan rico es el placer que está ávido de dolor, de infierno, de odio, de ignominia, de lo tullido, de mundo, —pues este mundo ¡oh, ya lo conocéis!”(1)
Vivir es un acto peligroso, la realidad en su eterno devenir nos desborda. El sujeto se enfrenta a un flujo implacable que lo coloca en una posición vulnerable, fragmentaria: la temporalidad de su existencia lo acorrala sin tregua, sin control. Desde que somos lanzados a la odisea de la existencia estamos expuestos todo el tiempo. Nuestra condición evidencia a un ser incompleto, inerme ante una realidad hostil. Por ello, la respuesta más clara consiste en esta búsqueda por la completud, por la ilusoria sensación de totalidad. Esto es el placer para el ser humano: encontrar aquello que lo complete.
3.
“Toda la pena y todo el placer provienen del amor”(2), decía Meister Eckhart. Es el amor el arquetipo idóneo con el cual hacer manifiesta la ambivalencia entre placer y dolor. El Eros representa en el ser humano esa oportunidad de unificación, ese sentimiento de acabamiento y completud, lo único que nos acerca a nuestra posibilidad de trascendencia. El amor como fármaco contra la naturaleza, como báculo encendido que se enfrenta al tiempo, como escudo contra la muerte. Es el amor la única pócima para no perecer súbitamente en este plano de inmanencia.
El sentimiento trágico de la existencia es superado por medio de Eros: el dolor, la fragmentación humana, la finitud existencial, la ferocidad del mundo y la muerte han sido derrotados en manos de este feroz guerrero. No es fortuito que los seres humanos se empeñen con anhelo en acercarse al amor. No sabemos si es un arquetipo creado, un símbolo cultural irreductible o, como diría Schopenhauer, un engaño de la naturaleza para conservar la especie. Lo que parece un hecho indiscutible es que los seres humanos encuentran el antídoto contra la falta originaria en este complejo fenómeno.
4.
A pesar de que podría pensarse que el amor es un elemento sin mácula, lo cierto es que no escapa a la trivialidad, a su absoluta banalización. En su nombre se ejecuta una construcción social apologética, halagadora, manida: un discurso colectivo que trata de homogenizar esta experiencia, pero que no alcanza a darle al sujeto más que la pálida ensoñación de lo que es el amor más superficial y hueco. Y es que nada es tan efectivo para controlar al género humano que manipularlo con aquello que puede ser su única defensa contra la naturaleza y el mundo.
Sin embargo, hay que hacer notar que la presencia de Eros en el terreno de lo humano no se agota en la posible completud y trascendencia, también tiene un aspecto teleológico —al menos eso podríamos inferir—. El camino que recorre tiene un sentido, una finalidad, una meta: la felicidad. Dentro de la lógica del amor encontramos la eudemonía; y sin embargo, debido a esa construcción social en la que se hace fútil al propio Eros (tal vez más en estos tiempos que en ningún otro), el sujeto que alcanza el amor cree haber alcanzado al mismo tiempo la felicidad: la banalización de este fenómeno así lo sugiere. Desde esta perspectiva, se tiende a pensar que aquel que encontró el amor lo tendrá para siempre, como si el amor fuese una esencia que va más allá del tiempo como si nos encontráramos ante una presencia inmóvil, perene: “Se casaron y fueron felices para siempre…”. La frivolidad del discurso convencional aleja al hombre de una realidad contundente. El amor muta, se transforma, sí, se vuelve otro en cada momento, está, al igual que todo, en constante cambio y movimiento.
El discurso imperante oculta lo evidente. No es que los seres humanos no sepan que una relación amorosa puede terminar, lo que se hace creer es que el amor es un fin y no una construcción interminable. Se privilegia la cursilería y la trivialidad de este fenómeno y se olvida que también existe la parte sufriente, inconclusa, traicionada: el amor abierto en canal, inacabado, fallido.
La muerte en vida. La parte maldita del amor. Ahí está el sufrimiento más desgarrador, la herida más profunda de la existencia. Pero más que olvidar este lado perverso y oculto, el ser humano olvida que el amor es un acto cotidiano, descarnado, avasallador, es un fenómeno que se transforma y que nos desborda cada día.
5.
Desde esta perspectiva el amor no es una entidad metafísica, no es una esencia que permanezca inmóvil, todo lo contrario, es una experiencia interior que se desplaza fuera del sujeto, que al mismo tiempo lo completa y lo destruye. Amar es morir un poco, es matar una parte del “yo” para que sobreviva un “nosotros”. Comprender el amor es comprender al otro, trazar un puente, un lazo de complicidad. Es ir más allá de mi propio deseo, es sangrar por decir la verdad de lo que soy, es ver al otro más allá de mi imaginario y mantenerme ahí del mismo modo. No todos están dispuestos a sumergirse en las aguas de Eros, en ese río en el que dos corrientes chocan con fuerza y aún así pretenden conservarse vivas. Comprender el devenir constante y la lógica del amor —y sobre todo experimentarlo de verdad— tal vez sea lo que nos acerque a la felicidad, quizá sea el único instrumento contra la temporalidad. O puede que no, ¡Seguro que no!, a lo mejor tampoco es aquello que nos completa como seres humanos. Lo cierto es que, a pesar de ser un dispositivo fallido, es sin duda lo único por lo que vale la pena arriesgarlo todo.
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1 Nietzsche, Friedrich (2009) Así habló Zaratustra. Madrid: Gredos, p. 377.
2 Meister Eckhart en González, Moisés (2006) Filosofía y dolor. Madrid: Tecnos, p. 52.