El temblor bajo nuestros pies

Un escrito sobre los movimientos generacionales.

Torres

Por: Paula Arizmendi Mar

Qué se siente, papá, le pregunto a mi padre, mientras conversamos por Skype a diez mil kilómetros de distancia, él en México, yo en Barcelona. La nostalgia me hace entrometida: Qué se siente haber vivido dos mundos, en una sociedad que se movió tan brutalmente hacia un universo paralelo, que es otra ahora. Él se toma su tiempo para contestarme. O no me contesta, y cambia de tema. 

Y es que cuando mi padre nació el mundo estaba inmóvil, y la gente sabía cuál era su sitio: nada se agitaba, ni la superficie ni el fondo. La Segunda Guerra Mundial estaba en su clímax, y en México mucha gente admiraba a los alemanes, pero no sabían nada del nazismo. Algunos admiraban a los comunistas, aunque no para su propio país: en el país lo que funcionaba era el monolítico Partido Revolucionario Institucional (PRI), que de cuando en cuando daba de comer y que a todos mantenía bien quietecitos en una colosal estructura burocrática, si estaban callados y no protestaban. Mi abuelo, el padre de mi padre, era parte de esa burocracia, por eso —quiero suponer— no se quejaba. Los trabajos duraban toda la vida y al final había como consuelo una jubilación decorosa, a los sesenta años usualmente. Claro que la gente se moría al poco tiempo, unos cuantos años después.

Cuando mi padre era niño, la gran mayoría de sus amigos (dado que solo había escuelas separadas por sexos) le hablaba de Usted a su padre. Los Padres siempre tenían la razón, trabajaban mucho, daban —usualmente poco— dinero, casi nunca abrazaban ni lloraban —solo borrachos, claro está—, y llegaban a casa para impartir su autoridad.  Las madres no trabajaban, y si lo hacían eran unas pocas descocadas, intrusas en unas cuantas profesiones: las más famosas eran las vedettes y las cabareteras que enseñaban sus generosos atributos en lugares exclusivamente masculinos. Las mujeres no estudiaban, no hacía falta si al final se casaban y dejaban de lado la profesión para atender a su marido   —un marido que siempre tenía la razón—. Por eso estaban en casa todo el tiempo, limpiaban y cocinaban con electrodomésticos que duraban cuarenta años, lloraban por nimiedades, repartían besos y, si los niños se portaban mal, decían con voz amenazadora “cuando venga tu padre…”, para que  se  fueran  a  dormir  y  no siguieran molestando. Naturalmente el Padre llegaba cuando los niños estaban ya dormidos.

Cuando mi padre iba a la universidad, alguna vez en lugar de ir a clase, se subió a su flamante coche y recorrió la Ciudad de México en media hora, por el recién construido Periférico, desierto en ese entonces. En un tris-tras llegó a las afueras y, luego, un poco más allá, se encontró con el aeropuerto que estaba en un lugar que nadie solía visitar, lejos de la ciudad. Un lugar en que las calles no estaban pavimentadas, y solo había terrenos para la agricultura. Lo mismo sucedía si se iba al sur, más allá de los terrenos de la Ciudad Universitaria.

Cuando mi padre tenía veintiún años una vecina suya, en otra familia, quedó embarazada de un chico cualquiera, a pesar de que iba a las fiestas con todo y chaperona —alguna hermana menor—. Su embarazo fue un escándalo: tuvo que casarse a toda prisa, y sus hermanas sufrieron las consecuencias, porque sus padres no las volvieron a dejar solas con ningún muchacho, al menos hasta que se casaron por la iglesia y salieron de la casa paterna como mujeres de bien.

Pero eso era solo con las mujeres, porque con los hombres era distinto. Algunos Padres llevaban a sus hijos a una casa de citas para que se estrenaran y se entrenaran. En ocasiones, los Padres solapaban que sus hijos tuvieran una aventura con una sirvienta. Y si la sirvienta tenía la mala fortuna de embarazarse, simplemente la despedían. También era común que los jóvenes pensaran en relaciones equidistantes: una novia santita, y otra para satisfacer sus placeres. Después, las mismas relaciones seguían tras el sagrado sacramento del Matrimonio —oficiado por la Iglesia, naturalmente—, solo que con otro nombre: las amantes por un lado y la mujer oficial por el otro, las casas chicas y la casa grande, las capillitas y la Catedral. Y todo mundo lo sabía, pero nadie decía nada. Así todo funciona bien, seguro pensaba esa gente. Eso y que la familia era lo más importante.

Eso era cuando todo estaba bien quieto. Después el mundo tembló, y todo se movió de sitio vertiginosamente: los niños tutean a sus padres y hasta les gritan, las familias ya no son tradicionales (pero siguen siendo lo más importante), las mujeres trabajan por todas partes y algunos hombres son amos de casa, los niños saben más de sexo que sus padres, las ciudades crecieron monstruosamente (¡La Ciudad de México tiene veintidós millones de habitantes!, y el aeropuerto ahora está en el centro), se consiguió el sufragio femenino (¡hasta 1976 en España!), la Iglesia fue perdiendo terreno, ya ni nos acordamos de qué son los “hijos bastardos”, y la obsolescencia programada es una práctica común para las empresas —¿para qué hacer una batidora que dure cuarenta años si podemos hacer cuarenta que duren de doce a dieciocho meses?—. Y todo se habla y se habla, y esto de la hipocresía parece haber desaparecido, y a nadie le importa lo que los vecinos piensen. Pero, también, el mundo actual es tan incierto, y tan francamente duro como nunca antes se hubiera podido pensar: es casi imposible entrar a la burocracia, casi no hay empleos fijos ni permanentes ni bien pagados, no hay jubilaciones, cada vez hay más pobres, cada vez hay menos ricos pero con mucha, ¡mucha! más riqueza, y cada vez tenemos menos injerencia en la política tradicional. Hombres y mujeres, por igual. ¿Mencioné que el PRI sigue gobernando? Pero ese sí que no ha cambiado.

El mundo está sostenido con alfileres, le gimoteo a mi padre, es un caos, es un caos. Y luego, viendo que no se queja conmigo, lo cuestiono, Cómo diablos puedes vivir con tanta tranquilidad en una sociedad que se ha transformado de tal manera, le pregunto. O que no ha cambiado tanto, me revira: La sociedad de aquel tiempo no era ni mejor ni peor que ésta, replica mi padre. Tuvieron su tiempo y su manera de resolver sus dudas, sus triunfos, fracasos, limitaciones y oportunidades, sus dolores y sus alegrías… Y luego cambia de tema. Quizás tenga razón, quizás no haya que pensar más: tal vez se trata solo de sumergirse con fuerza y de bucear en el tumulto. Y, aun más importante, tal vez sea cuestión de saber dejarse llevar, de camuflarse y moverse como se mueven las ondas generacionales, de ir siguiendo lentamente lo que ahora se ve tan convulso.

Lo cierto es que, para mis adentros, me alegro del desplazamiento cauto de mi padre: aún con todo lo que ha tenido que vivir, nunca le he oído quejarse, ni comete el error de decir: “Antes el mundo era mejor”. Porque antes el mundo no era mejor, a todos les tocan tiempos malos para vivir,  ya advertía Borges. Sólo que a mi padre, como a muchos otros hombres de su edad, le han tocado dobles tiempos malos, dos estados del mundo, dos caras de una cinta de Moebius desdoblada en una sola existencia que a veces, confiesa mi padre, le parece demasiado brusca. Así que paro de preguntarle. Unos minutos después colgamos, y volvemos a nuestras respectivas ocupaciones. Pero el sabor agridulce persiste en mi recuerdo. Y pronto me llega el miedo, y la esperanza: solo espero que mi padre siga firme e incólume en este suelo pantanoso que es el mundo ahora. Solo espero, con todas mis fuerzas, que no se hunda bajo este siniestro temblor de nuestros pies. Que ninguno de los dos —ni él ni yo— nos acobardemos ante esto pavoroso que ahora se nos echa encima.

Leer más: No. 1 MOVIMIENTO 

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